martes, junio 18, 2013

Isidoro Germán Medina





A MI PADRE

Isidoro Germán Medina


Aquella noche cenábamos en familia. El ambiente estaba impregnado de tristeza, y una gran nostalgia imperaba en las mentes y los corazones de nosotros tres en especial: mi padre, mi hermano Humberto y yo. A la mesa se encontraba, también, la mujer de mi papá y los hijos de ella (mis padres tenían seis años de separación). Vivíamos en una colonia del municipio de Ecatepec de Morelos, en el Estado de México. Yo tenía catorce años de edad y la fuerza incipiente, la rebeldía natural, la curiosidad y la inmadurez casi siempre insensata de la adolescencia.
Nuestro estado de ánimo se debía al luto por el reciente fallecimiento de mi abuelo Isidoro. Ese día, mi padre volvía de Sonora, después de ofrendar a su padre el último adiós y darle cristiana sepultura. Por encima de su hondo dolor, observaba una inquietud tan extraña en mi semblante, que en vez de esperar palabras de consuelo de parte mía, doblemente consternado, su preocupación por mí le hizo preguntarme: —¿Qué tienes, m’hijo? ¿Por qué estás así?— Con aquella referida insensatez, y una mala influencia, respondí, altanero: —¡Porque ya regresaste!—.
Yo mantenía evasiva la mirada, y una especie de sardónica sonrisa se mostraba con descaro en mi expresión; cuando le di mi respuesta, volteaba hacia el techo. Repentinamente, un intenso ardor en la mejilla izquierda me hizo bajar la vista y abandonar esa estúpida sonrisa. Mi padre me había dado, con toda justificación, una tremenda bofetada. Tarde reaccioné: ¿Qué soberano disparate había dicho?
Se levantó tambaleante y salió de la casa, intentando en vano reprimir el llanto. Al sopesar mi inexcusable falta, arrepentido y confundido, miré a mi hermano, quien, con la incredulidad pintada en el rostro, me preguntó, desconsolado: –Yoyito, ¿por qué le dijiste eso a mi papá? ¡No sé, Betito, no sé! ¡Ni lo siento así, de veritas!— le respondí, angustiado —¡Vamos con él!— dijo, poniendo una mano en mi hombro.
Al llegar a su lado, vimos cómo los sollozos lo agitaban fuertemente. ¡Qué duro es ver llorar a un hombre de verdad! Lo abracé, y, solidarios mi hermano y yo con él, con todas las fuerzas de mi alma y la sinceridad de mi corazón, le dije: —¡Papá, perdóname. No supe lo que decía! ¡Si estoy feliz de que hayas regresado! ¡Ya no llores, papá, por favor!— Con la voz entrecortada por la violencia de sus gemidos, me respondió: —Lo que menos esperaba era que me dijeras eso. Pero no le hace, m’hijo. Lo que me duele es la cachetada que te di; ¡yo no te quería pegar, m’hijo, de veras!— Su indudable nobleza me hizo estremecer. ¿Cómo era posible que después de haberlo lastimado en esa forma, estuviera sufriendo por el supuesto daño que me había causado? Todavía, entonces, no podía entenderlo. Sólo hasta hoy lo he logrado comprender: tengo tres bellas hijas… y un hijo de catorce años.
Recuerdo que un año después, aquella misma influencia me orilló a causarle una grave pena más, cuando, a mis quince años, hui de su casa sin razón alguna. No obstante, su actitud ha sido, invariablemente, la del perdón. Es por eso que deseo compartir, en este día, un pensamiento que alguna vez le dediqué a mi padre:

No existe respuesta con mayor certeza para esta interrogante: ¿De dónde vengo? Porque basta sencillamente con plantarme frente al espejo y verte a ti reflejado en mi pensamiento. Es evidente que vengo de aquel, cuyo ejemplo me inspiró a amar todo medio para obtener honestamente el sagrado sustento; de aquel que con palabras breves y sencillas me motivó a recobrar el ánimo para levantarme y empezar una vez más; quien con su noble silencio y una lágrima discretamente enjugada me hizo comprender que aquella ofensa, con el perdón quedaba en el olvido; vengo de quien aprendí lo fácil de aceptar a otros con sus cualidades y defectos, pues nadie existe que sea perfecto, empezando por mí mismo; y vengo de quien me mostró, con claros ejemplos, que es conveniente respetar de todos sus ideas, porque todos pensamos diferente… cada cabeza es un mundo.
Es invaluable, sin duda, todo esto que he aprendido de ti. He sabido que tuviste que enfrentar una vida plagada de penurias en tu niñez. Sin embargo, del difícil aprendizaje de tu infancia lograste rescatar lo bueno que algún día, a tu vez, habrías de transmitir a los que provenimos y formamos hoy parte de tu ser.
Pero, ¿sabes algo? Hay ciertas cosas que si hubieras decidido heredarme por tu propia cuenta y voluntad, sin el auxilio de la herencia genética no habrías podido lograrlo. Porque, claramente, mis ojos reflejan la fuerza de tu mirar profundo; muestro indudablemente en mis hombros la amplia talla de tu espalda; luzco en mi pecho aquel lunar que luce tu pecho también lampiño; en mis labios se dibuja inevitablemente tu sarcástica sonrisa y de mi boca, algo más grave, brota ufano el claro timbre de tu voz; suelo expresarme y conversar con mucho énfasis y gran pasión e involuntariamente estallo con facilidad, cuando me siento incomprendido.
Estoy plenamente convencido de que el ser dueño de una bien definida identidad, y saber que estoy en este mundo gracias a que alguien tan especial me ayudó a llegar aquí, me hace sentir infinitamente apreciado y seguro de mí mismo. Y no tienes que estar presente ni necesitas decir o demostrarme nada. Lo que la vida ha permitido que atesore yo de ti, es suficiente para mí.
¡Gracias, padre, sé que provengo de ti! ¡Soy tu hijo…!

¡Felicidades a todos los progenitores, en este día del Padre!

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