Vestido de novia
Para Marcial y Mónica
Nunca la soledad se había mostrado de forma tan rotunda: era exactamente el cincuentenario matrimonial cuando aceptaron que su vida había sido un desperdicio: sin hijos, sin parientes, atenidos tan sólo al sueldo miserable de él, apenas por el vestido níveo que alguien le regalara a ella. Y sin más, el día de los recuerdos ella fue a su recámara, hurgó en el armario y sacó el antiquísimo vestido que ahora era color perla. Se lo puso con el amor de la primera vez, se maquilló de prisa y salió para mostrarse a su esposo, a preguntarle cómo se veía, si recordaba aquellos tiempos de tanto, enfebrecido amor. Él la miró, confuso, y comprendió que algo nuevo y turbio se había metido en el alma de su mujer: sus ojos brillaban de otro modo, eran como ascuas sonrientes, despiadadas. Lo pudo confirmar: desde ese día su mujer no se volvió a quitar el vestido de novia, andaba por el apartamento absorta, sumida en sabe Dios qué remolinos, se olvidó de los quehaceres cotidianos, de hacer comida, de asear, y se pasaba la jornada entera mirándose al espejo, corrigiendo alguna torcedura de su obscena máscara pintada hasta que la fatiga la vencía. Él, que regresaba del trabajo cansado e intranquilo por la salud mental de ella, debía quitarle el ropaje apestoso a vejez y vigilar su sueño intranquilo. Al día siguiente, la historia volvía a repetirse: él preparaba el desayuno y se iba a trabajar —silente y nervioso—, y volvía por la noche para encontrar a su mujer dormida ante el espejo, a quitarle el vestido de novia… Hasta que el ángel de la conmiseración le aconsejó ya no volver a trabajar para estar al cuidado absoluto de la anciana vestida como novia que se había vuelto un cadáver viviente de tanto no comer. Y el ángel bueno de la muerte dio un aletazo categórico: ella murió, vestida de novia, y qué trabajos pasó él para arrancarle el vestido y amortajarla de la mejor manera. Los funerales fueron tétricos: nadie asistió al velorio, y menos al sepelio. Nunca la soledad fue tan espesa para él: pasaba noche y día añorando a su esposa, extrañando a sus inexistentes hijos, rogando a Dios que se apiadara de él y muriera. Fue convirtiéndose, también, en un fantasma silencioso: ya no comía, y andaba por aquí y por allá, en el apartamento, perdido en quién sabe qué turbulentos remolinos. El ángel terrible del insomnio lo hizo una tarde ponerse el vestido de novia de su muerta mujer, maquillarse y mirarse al espejo hasta que la fatiga lo venció. Día tras día la misma rutina enmarañada: andar de aquí para allá por el apartamento, mirar en el espejo a un anciano vestido de mujer, de novia triste y cadavérica. Así lo sorprendió el ángel benigno de la muerte: ojeroso y pintado, con su traje de novia. Así lo hallaron los policías convocados por vecinos, llenos de escándalo por el hedor de la putrefacción. Así lo echaron a la fosa común: anciano y apestoso y vestido de novia…
Ignacio Trejo Fuentes (Pachuca Hidalgo, 1955), obtuvo la licenciatura en periodismo en la UNAM y la maestría en Literatura hispanoamericana en la New México State University. Sus dos pasiones principalmente han sido la crítica literaria y el periodismo.El presente volumen reúne dos libros Crónicas romanas (1990) y Loquitas pintadas (1995). "En ellos, dice Angélica Aguilera, autora de la representación, encontramos la colonia Roma, con sus calles plegadas de historia que después del terremoto de 1985 pareció perder de manera definitiva el viejo esplendor de sus casonas y la celebrada alcurnia de sus habitantes".Trejo Fuentes ha publicado, entre otros libros: Segunda voz, apuntes sobre novela mexicana (1987), De acá de este lado. Una aproximación a la novela chicana (1987), Aspectos de crítica literaria (1988), Hace un mes que no baila el muñeco (1999) y Mientras el lobo no esté. Cuentos para niños (2002).

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