En tiempos de antaño, en
Inglaterra, los criminales condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a
vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero
recibido de esta forma ellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de
ellos, atrapado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico
y, tras negociar con este hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por
dos guineas. Pero, al recibir el dinero, de pronto se empezó a carcajear…
—¿De qué se ríe? —se asombró
el médico.
—¡Usted me compró a
mí como un hombre que debe ser colgado —dijo el criminal, riéndose a
carcajadas—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja, ja
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