Mi papá y mi tío Germán le construyeron a mi abuelita Victoria Fourcade, por la calle Circunvalación, una casita de Tablaroca que parecía de juguete. Esa casita constaba de dos habitaciones. La cocina que medía aproximadamente dos metros y medio por tres, con una estufita de petróleo colocada sobre un mueble rústico que era como una mesa y donde mi Nina —así llamábamos todos a nuestra abuelita—, lavaba los trastes en una bandeja galvanizada. Recuerdo que tenía una mesita desayunador con dos bancas de madera, sin respaldo. La otra habitación era de tres por cuatro metros con una tarima o camita de madera, donde dormía mi Nina y, las veces que me quedaba, también yo. Nuestro papá no quería que mi abuelita estuviera sola y que siempre contara con alguien que le ayudara con los mandados. La casita estaba en el cerro, arriba de la casa de María Sandoval, su esposo Martín y sus hijos Manuel, Martín, y Eduviges.
Para llegar a la casita uno subía por
un callejón de chinchorro a cada lado. Por ese rumbo también vivían el señor
Ricardo que era mudo, su esposa Elbadina y su hijo Pancho, igualmente eran
vecinos la familia Blanco, don Marcelo Pino y su familia, así como mis tíos
Óscar Palacio y su esposa Laura Lorenia Soto (tía Checha) y otras familias que
no recuerdo sus nombres. En una tarde de esas y ya obscureciendo, mi Nina me
mandó al changarrito de paredes de petate, El Faro de José Rodríguez en la
calle 16 de septiembre, recuerdo que me dio un billete para pagar y al regresar
me busqué y me busqué pero no encontré el cambio. «Regrésate y pregunta si lo
dejaste sobre el mostrador» —me dijo mi Nina—. Y eso le dije a José “El Faro”,
pero me contestó que no había dejado nada. Me regresé otra vez buscando sobre
la arena cada paso que recorrí y ya pero nada. «Está bien —me dijo mi Nina—
pero mañana muy temprano, antes que nadie se levante y pise tus huellas, busca
por donde te viniste». Eso hice casi a oscuras. Fui buscando hasta el
changarrito, pero nada. De regreso y casi al subir a la casa ¡vi las monedas
semi enterradas en la arena! Me dio mucho gusto y a mi Nina, también. «Al que
madruga Dios le ayuda», me dijo ella. Mi Nina, cuyo nombre completo fue
Victoria Fourcade Encinas, era delgadita y encorvada, tanto, que tenía joroba.
Le gustaba mucho la aventura de andar de puerto en puerto. Sus vestidos los
mandaba hacer y las telas eran grises o negras con minúsculas figuras blancas
sobre negro y en tela gris, los dibujos eran negros. Quería mucho a sus hijos y
a los nietos. La adorábamos: nos peleábamos por estar a su lado.
Hubo un tiempo en que mis tíos Tulita
y Germán se separaron. Ella se fue a vivir con mis tíos Oscar y Checha y, mi
abuelita se fue a la casa de mi tío Germán para ayudarle con las comidas y la
casa. Esa casa era prestada por Víctor Estrella.
Algunas veces me tocó ir a dormir esa
casa. Ahí pude asomarme a un viejo baúl que ella había dejado guardado en ese
lugar. Había muchas cosas, objetos diversos, pero yo solo podía asomarme y no
meter las manos. Mi nina me enseñaba billetes de los impresos por los revolucionarios
que ya no tenían valor, de Pancho Villa, Carranza, Obregón. También cosas de mi
abuelo Duncan Munro, ropa y detalles de la francmasonería como anillos,
prendedores, batas, bandas y otros detalles del rito escoses antiguo como
libros, revistas y folletos, todos con los signos del compás y la escuadra y
las letras G y A qué significan Gran Arquitecto del Universo. Al morir nuestra
nina, mi tía Tulita que era muy católica, quemó todo.
La noche del 31 de diciembre de 1953,
nos levantaron a mis hermanas Olga, Paquita y a mis hermanos René y Neto y a
mí, y nos llevaron a la casa de mi tío Chuy Palacio y tía Socorro.
«Aquí van a quedarse», nos dijo mi
mamá. Mis tíos ya estaban listos para irse. «Al rato regresamos». La casa
estaba junto a la nuestra en la calle 16 de septiembre.
Todo se sentía muy extraño. Pensaba
que algo andaba mal. «¿Qué pasa?», pregunté a mis hermanas.
«Nada, duérmanse», contestó Olga.
Por la mañana, desayunamos y nos
cambiaron. «¿Pa’ dónde vamos?», preguntó René.
«Con tu tía Tulita», dijo mi mamá.
La casa estaba a un poco menos de
tres cuadras. Al llegar vimos algunas personas afuera de la casa. Todas eran
conocidas. Sentí algo en mi pecho que me lastimaba.
Los que estaban ahí, todos muy
serios, nos miraron. Corrí al interior de la casa. Entonces vi a mi nina
Victoria: Estaba dormida en la cama, sus manos cruzadas sobre el pecho
envueltas en un rosario. Empecé a llorar y mis hermanos y mis hermanas también,
algunas mujeres soltaron el llanto. Subí a la cama y abracé a mi nina. Alguien
me abrazó y me separó. Me dijo: «No llores, mijo». Era mi tía Tulita.
«¿Qué tiene mi nina?», grité
llorando.
«Nada, Está descansando».
«¡Quiero que despierte!, ¡nina,
¡levántate, ya es de día!». Me dejé caer al suelo. René y Neto y mis hermanas
también lloraban. Mi mamá vino y nos abrazó.
«Nina ya no está aquí. Está en el
cielo».
«¡No es cierto! ¡Está dormida!».
«Está con Diosito».
«Yo quiero que esté conmigo».
«Dios la necesita».
«Yo también la necesito», grité
llorando.
Yo tenía diez años y fue la primera
vez que vi a alguien muerto. Todos queríamos mucho a mi nina. La adorábamos.
Falleció el primero de enero de 1954.
Años después, mi hermano Héctor que
estuvo ahí, me contó que la noche del 31 de diciembre, pasada medianoche, llegó
una persona muy conocida con una botella de licor medio llena y gritó: ¡Feliz año nuevo, chorizo con huevo! Entonces se dio
cuenta que era un velorio y le dio mucha pena. “Lo siento mucho”, repetía. Los
acompañó un rato y salió sigiloso como perrito con la cola entre las patas.

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