A mi mamá le gustaba mucho el trago. No puedo decir que tomaba una
barbaridad, pero, a veces, cuando a la noche se acercaba a darme un beso, yo
podía percibir su aliento pesado por el alcohol. Ella siempre me besaba antes
de irse a dormir. Yo era chico, estoy hablando de cuando tenía 8 o 9 años. Ella
se quedaba viendo televisión hasta tarde y, antes de ir a acostarse, venía y me
daba un beso. Nunca dejaba de hacerlo. En la mayoría de los casos yo fingía
dormir. O, si estaba dormido, habitualmente ella me despertaba sin querer
porque se tropezaba contra los muebles en la semipenumbra. Tampoco podría
precisar cuándo fue que ella empezó a beber con mayor asiduidad. Cuando nuestro
padre vivía con nosotros, mamá casi no tomaba. En el almuerzo solía llenar su
vaso con soda y luego coloreaba la soda con un chorrito mínimo de vino.
Cuidadosamente, como si fuera un químico elaborando una fórmula altamente
explosiva. Pero lo cierto es que, esas noches, en ocasiones, yo podía adivinar
cuándo se asomaba a la puerta de mi cuarto por el aliento. Me llegaba una
vaharada espesa a vino común. Así y todo, me gustaba mucho que viniera a darme
un beso. Además, musitaba algo, como una plegaria o una bendición, que yo no
llegaba a escuchar, pero agradecía.
Bebía a escondidas o, al menos, no lo hacía abiertamente frente a mí.
Seguía tomando el vaso de soda coloreada al mediodía y también a la noche, pero
nada más que eso. No sé si tomaría frente a Alcira, la señora que venía una vez
a a la semana a planchar, o en compañía de Zulema, la vecina del segundo piso,
pero al menos frente a mí conservaba cierto recato. Poco tiempo después, cuando
yo regresaba de la secundaria, había ocasiones en que la encontraba tirada en
el gallinero. Tenía un gallinero que compartíamos con Zulema, en uno de los
ángulos de la terraza. Varias veces la encontré a mamá tirada entre las
gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban
encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le
llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al
principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no
ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado,
la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer,
mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la
terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas.
Compraba, recuerdo, licor de huevo al chocolate. Las borracheras con
licor de huevo al chocolate son terribles, devastadoras. Había días en que
amanecía verde, descompuesta, con un dolor de cabeza infernal. Me decía que
había tomado una copita de licor de huevo y le había caído mal. Que el hígado
le latía. Siempre recuerdo esa expresión suya, «que el hígado le latía». Era
muy ocurrente para hablar, muy divertida. Pero yo veía, en el cajón de basura,
cómo se acumulaban las botellas. se escondía para beber. A veces mirábamos
televisión —a ella le gustaba muchísimo el programa de Pipo Mancera— y de pronto
se iba al baño. Sabía que el baño era un lugar eminentemente privado y que yo
no me iba a atrever a espiarla allí, como sí lo había hecho una vez cuando ella
se metió debajo de la mesa del living con la excusa de buscar un carretel de
hilo que se le había caído. Alcé el mantel y la sorprendí con una petaca.
Me empecé a preocupar realmente cuando se tomó una botella de alcohol
Abeja, un alcohol para desinfectar lastimaduras. Mamá era increíblemente dulce
conmigo. Un día yo me corté un dedo recortando figuritas con la tijera. Desde
chico me gustó recortar figuritas de la revista de modas. De los figurines,
como decía ella. Me salía bastante sangre. La yema del dedo siempre sangra
mucho. Ella vino corriendo con gasa y la botella de alcohol. Me puso alcohol en
el dedo y después, directamente del pico del frasco, se tomó un trago.
«¡Mamá!», la alerté. Mi padre nos retaba cuando nosotros bebíamos directamente
del pico, aun siendo gaseosas. «Es que me ponés nerviosa», me dijo. Pero
después se tomó todo lo que quedaba en el frasco. Sin embargo, no dio señales
de que le hubiese caído mal ni mucho menos. Tenía bastante conducta alcohólica
con el Abeja. No así con el perfume. Un día la acompañé a una perfumería,
después de ir al cine. A ella le gustaba mucho el cine, en especial las
películas de piratas. Vio tres veces Todos los hermanos eran valientes. Conozco
mucha gente que ha visto tres veces una misma película. Pero ella la vio en un
mismo día. Me dijo que quería comprarse un perfume. A la vendedora le pidió alguno
que fuera frutado. Yo no creo que mamá tuviese un gusto refinado para los
vinos. Se había hecho, lógicamente, dentro de los parámetros de la clase media.
Y mi padre no pasaba de los vinos Chamaquito, Copiapó o Fuerte del Rey. Yo la
veía aparecer a mamá oliendo a perfume y nunca sabía si se lo había puesto o se
lo había tomado. O las dos cosas. Era difícil, sin embargo, verla dando pena o
tambaleante. Se dormía con facilidad, eso sí, como en el caso con las gallinas,
o se le ponía un poquito pesada la lengua, pero nada más. Podría afirmar, por
ejemplo, que nunca me hizo pasar un papelón en alguna fiesta familiar. Yo
detectaba un cierto cuidado, una cierta atención especial hacia ella de parte
de mis tías o de abuela Alicia, como decir: «Sacale la copa a Dora» o «Decile a
Dora que pare», pero nada más. Algún codazo intencionado, a veces, cuando mamá
preguntaba por el clericó. Eso sí, se reía con mucha facilidad cuando tomaba,
lo que no dejaba de ser, por otra parte, un costado simpático de su
personalidad. Admito que hubo una especie de nervio y hasta una suerte de
incomodidad en mi tío Adalberto, durante un almuerzo improvisado en casa de
Chuco y Popola, cuando mamá no pudo parar de reírse en toda la sobremesa,
aunque acabábamos de llegar del entierro de tía Clorinda. Pero era una mujer
encantadora.
En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos
los problemas que vivimos y al asunto de papá, antes de que se fuera de casa. A
la que no le gustaba nada el asunto era a Elenita, mi hermana. Obvié contar que
tengo una hermana mayor que se llama Elena. Ella se ponía fatal cuando pasaban
esas cosas, no soportaba que mamá bebiera como no lo soportaba a papá, tampoco,
por otras razones. En el caso de papá, creo que tenía algo de razón. Con mamá,
en cambio, era excesivamente dura. Un psicólogo me dijo que mi hermana
reclamaba lo que a ella le correspondía.
No sé si coincido demasiado con eso. Por suerte, nunca Elenita encontró
a mamá tirada entre las gallinas en el gallinero. Lo que pasa es que mi hermana
nunca subía a la terraza, porque decía que le tenía terror a las alturas y
porque aún conserva una extraña alergía a los animales con plumas. Veía un
pollo y se brotaba. Si comía algo que incluyera gallina, se hinchaba como un
globo.
Aunque no supiera que el plato contenía gallina, lo mismo se hinchaba,
con lo que quiero decir que no era algo meramente psicológico. Un día, tía
Chuco, pobre, desconociendo el problema de Elena, le regaló una gallinita de
chocolate para Pascuas, y a mi hermana la salvaron con un Decadrón. Se le había
hinchado tanto la cara que parecía una japonesa. Los ojos eran dos tajos. Ella,
justamente, que siempre ha presumido de tener ojos muy lindos. Pero mamá le
caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el
alochol. Era el cigarrillo.
Fumar sí, lo hacía públicamente. En eso diría que fue una adelantada del
feminismo. Una activista. Ella me contaba que fumaba desde los 11 años, a
instancias de su padre, que tenía un puesto alto en el ferrocarril Mitre. El
padre la convidó con un cigarro de hoja, muy fuerte, justamente para que le
desagradara y nunca más probara el tabaco, pero ella se envició. Había momentos
en que eso sí me molestaba, porque fumaba mientras comía.
Dejaba el cigarrillo —fumaba Marvel cortos, negros, sin filtro—, cortaba
un pedazo de milanesa, por ejemplo; lo masticaba, lo tragaba y le pegaba otra
pitada al cigarrillo. Tenía el dedo índice y el anular de la mano derecha
amarillos por la nicotina, casi verdes.
Había veces en que mi padre le reprochaba que fumara durante la comida,
agitando la mano exageradamente frente a su cara, como apartando el humo. «Es
mi único vicio», decía mamá. Y en esos momentos era verdad, pues creo que ella
empezó a beber vodka y ginebra después de que se marchó mi padre, sin que nadie
supiera muy bien por qué. Y no pienso que mamá se lanzara a la bebida para
olvidar el abandono de mi padre. Creo que, simplemente, se sintió liberada y ya
pudo hacerlo sin mayores complejos ni presiones, salvo la actitud recriminatoria
de Elena. Elena a veces se levantaba antes de la mesa, molesta por el humo. Se
hacía la que tosía, incluso, para que no la retaran reclamándole que comiera el
postre.
Elena fue siempre muy dramática, muy histriónica. En casa éramos de una
clase media típica. Pero de aquellos tiempos, cuando la clase media vivía bien,
cómoda, tranquila. Al mediodía comíamos tres platos, por ejemplo. Una sopa de
entrada, el plato fuerte y el postre, que casi siempre era fruta o queso y
dulce. Elena tosía, se levantaba y se iba. Siempre fue un poco teatral mi
hermana. Para empezar a fumar, mamá aprovechaba cuando la sopa estaba bien
caliente y echaba humo. Suponía que el humo de sus cigarrillos se mezclaba con
el de la sopa y así se disimulaba.
Sin embargo, no era abusiva. No era una persona a la que le importara
muy poco lo que pasaba a su alrededor, con sus semejantes. La prueba es que se
ofrecía, en ocasiones, a ir a leerles a los enfermos. El problema es que les
leía sólo lo que le gustaba a ella y tuvo una agarrada muy fuerte con un
estibador que había perdido una pierna al caérsele encima una grúa portuaria, y
a quien mamá insistía en leerle Mujercitas, de Luisa M. Alcott. Digamos —para
que quede claro— cuando papá y Elena insistieron con sus quejas por el hecho de
que mamá fumaba en la mesa, dejó de hacerlo. Así de simple. Dejó de hacerlo.
Fue cuando empezó a mascar tabaco, una costumbre que yo creía desaparecida con
los últimos arrieros. Cuando compraba la fruta, mamá se traía para ella unas
hojas de tabaco, las plegaba, se las metía en la boca y comenzaba a
masticarlas. Es cierto, no producía humo, pero llegaba un momento en que se le
escapaba un hilo de saliva marrón verdoso por la comisura de los labios, que me
desagradaba mucho. Debo reconocer que siempre he sido un tipo bastante
sensible. Y de chico, más.
Con el tiempo, mamá volvió a fumar. Le molestaba tener que ir a escupir
al baño cada tanto, mientras masticaba tabaco, ya que, cuidadosa, no quería
hacerlo frente a nosotros. Apunto que era muy obsesiva con el cuidado de la
casa. Enormemente prolija, muy aficionada a los mantelitos calados, a las
cortinas con encajes, a los macramés, a las puntillas. Bordaba muy bien. A mí
me gustaba mirarla por las noches acostado en su cama, escuchando en la radio
el Radioteatro Palmolive del Aire, mientras ella bordaba pañuelitos, masticando
tabaco.
Era muy hábil para las manualidades. Después empezó a armar sus propios
cigarrillos. Al terminar el almuerzo se recostaba en una reposera, en el patio,
y empezaba a armar los cigarrillos. Tenía su propio papel, su propio tabaco.
Era lindo mirarla mientras humedecía con saliva el borde del papel, apretaba el
cilindrito como si fuera un canelón minúsculo, lo encendía, entrecerraba los
ojos en tanto el humo subía. Empezó a hacer eso, es claro, cuando tuvo más
tiempo, cuando ya papá se había ido y tampoco le aceptaban tanto que fuera a
leerles a los enfermos. Toda una sala del Clemente Alvarez había hecho una
huelga de hambre contra su presencia. Llegaron a organizar una marcha de
protesta contra mamá, un tanto injustamente, porque ella tenía la mejor de las
voluntades.
En esa marcha un anciano, a poco de intentar caminar, sufrió la dolorosa
revelación de descubrir que le habían amputado una pierna, lo que provocó más
animosidad contra mi madre. Pero a ella no le importaba demasiado. Le bastaba
tenernos a mí y a mi hermana, pese a que Elena también se iría poco tiempo
después, cuando mamá le tomó —le bebió, digamos— un perfume carísimo que le
había regalado su primer novio, el imbécil de Gogo Santiesteban.
Por cierto, cuando se le dio por fumar toscanitos Génova, el aliento que
tenía por las noches, cuando se acercaba a darme el beso de despedida, era
insoportable. Es duro decirlo, pero es así. Era como si hubiesen destapado una
cisterna cenagosa, con agua estancada, con aguas servidas, una mezcla de
solución biliosa con aroma a animal muerto.
Era feo. Con el tiempo le daban accesos de tos muy fuertes. Ella decía
que era culpa de la pelusa de las bolitas de los paraísos, esos árboles que, en
verdad, le han arruinado los pulmones a más de un rosarino. Y luego, años
después, le echaba la culpa a ese polvillo que llegaba desde el puerto, cuando
los barcos cargaban cereal, no sé cómo le llaman. Tomaba miel, entonces, para
suavizarse la garganta. Comía pastillas de oruzus. O iba a buscar huevos a la
terraza para mezclarlos con coñac y quitarse la carraspera, y allí es cuando yo
solía encontrarla tirada en el gallinero. Tenía linda voz mamá, muy cristalina,
y solía cantar una canción que hablaba de la hija de un viejito guardafaros,
que era la princesita de aquella soledad. O esa otra que decía «en qué se mete,
la chica del diecisiete».
Pero se negaba a culpar al tabaco por su tos, cuando parecía que iba a
escupir los dos pulmones a cada momento. Se le salían los ojos de las órbitas y
lagrimeaba. Nunca la vi lagrimear por otra cosa a ella. Era muy alegre y ponía
al mal tiempo buena cara. De inmediato mezclaba coñac con leche bien caliente,
y decía que eso le calmaría la picazón de garganta, producida por las bolitas
de paraíso.
Yo sabía perfectamente que ése era un remedio para bajar la fiebre, pero
ella se tomaba tres o cuatro vasos y luego me decía que se sentía mejor.
Cantaba para demostrármelo. Pero son cosas que, tarde o temprano, afectan a una
persona. Tiempo después, de grande, a mamá se le habían caído dos uñas de los
dedos de la mano derecha por la nicotina y al respirar se le escuchaba un
crujido, como el que hace un sillón de mimbre al recibir el peso de una
persona. Se agitaba con facilidad y casi no podía subir los veinte escalones
hasta le terraza. Sin embargo, sin embargo, yo creo que el problema de mamá no
era el tabaco. Era el juego.
Ella sostenía que nunca jugaban por plata, con sus amigas, tía Eve,
Zulema y las hermanitas Mendoza. Se encontraban una vez a la semana en casa de
Zulema, casi siempre, y jugaban a la canasta uruguaya. se pasaban, a veces,
seis o siete horas jugando. «Es mi único vicio», decía mamá, y tal vez fuera
cierto. Ella decía que el vino y el tabaco constituían, apenas, rasgos de
personalidad.
Lo cierto es que muchas veces desaparecían cosas de casa. Adornos,
jarrones, espejos o ropa de ella misma, y yo estoy seguro de que eso sucedía
porque eran cosas que perdía en el juego con sus amigas. Reconocí, un día, un
prendedor con forma de lagarto, muy lindo, verdecito, que le había regalado mi
padre para el Día del Empleado Bancario, en la pechera de Marilú, una de las
hermanas Mendoza.
Yo no me animé a decir nada, pero mi hermana sí le preguntó, y Marilú
dijo que se lo habían regalado, que eran muy comunes. Que si uno en Casa Tía,
por ejemplo, compraba cosas por más de un determinado valor, le regalaban uno
de esos prendedores de lagarto. Era difícil de creer. Como cuando Zulema
apareció con una estola, una boa símil zorro que a mí me impresionaba de chico
porque tenía la cabeza disecada del animal sacando un poco la lengua que, sin
lugar a dudas, era la misma boa que había sido de mamá. Mamá me dijo que se la
había regalado a Zulema para su cumpleaños, pero yo no le creí. Lo mismo pasó
con la bicicleta de Elena y creo que ésa fue otra de las cosas que mi hermana
no pudo digerir y la llevó a irse de la casa. Aunque, en rigor de verdad, mi
hermana ya hacía mucho que había dejado de andar en bicicleta cuando sucedió
aquel asunto, pero lo mismo se enojó.
Para mamá fue un golpe fuerte cuando le prohibieron la entrada al otro
hospital, el Vilela. Ya en el Clemente Alvarez le impedían leerles a los
enfermos, a partir de aquel problema con el portuario, y más que nada cuando
decidió leerle La peste, de Camus, a un grupo que estaba en terapia intensiva.
Entonces optó por ir al Vilela y jugar a los naipes con los internados, para
entretenerlos. Supe que eso iba por mal camino cuando volvió a casa con un
papagayo enlozado, casi nuevo. Me negó que se lo hubiera ganado a un
tuberculoso en una partida de monte criollo. Insistía en que se lo había
regalado un viejito nefrítico que estaba enamorado de ella. Admito que, de
última, se había vuelto bastante mentirosa. «Imaginativa», decía ella, riéndose
de mis reproches. Porque siempre me negó que ella jugara con los enfermos por
dinero. Pero solía ganarles cosas valiosas a los pobres viejos. Bastones,
piyamas, radios portátiles, cosas que significaban mucho para ellos. «Me
sorprende de vos —le dije un día—. Siempre fuiste una persona muy buena y
amable con la gente.» Se puso seria. «Son viejos enfermos, terminales algunos,
indefensos», le insistí. Fue la primera vez, podría jurarlo, que percibí una
arista dura en sus palabras. «Las deudas de juego se pagan», me dijo, y
encendió un Avanti.
Cuando perdimos el departamento y debimos mudarnos a uno mucho más
chico, fue demasiado para mí. Ella decía que mi padre y Elena ya no estaban con
nosotros, y que era al divino botón mantener un departamento tan grande como el
de la calle Catamarca. Que a ella le costaba mucho cuidarlo, limpiarlo y
arreglarlo. Pero yo sabía que eran todas mentiras. Que había perdido el
departamento en una partida de pase inglés jugando en el subsuelo del Club
Náutico Avellaneda. Me fui a vivir, entonces, con Mario, un amigo. Me costó
sangre, porque he querido muchísimo a mi madre. Aún la quiero.
La última vez que la vi la noté mal. No nos vemos muy a menudo. Está muy
encorvada, los ojos salidos de las órbitas y su piel luce un color grisáceo
arratonado. Sigue, de todos modos, siendo una persona encantadora, de risa
fácil y trato jovial. La vi tan desmejorada que me tomé el atrevimiento de
llamar al doctor Pruneda para preguntarle por su salud. El doctor Pruneda me
tranquilizó. Me dijo que mamá está muy bien. Demasiado bien para sus vicios.
Pero me dijo que el problema de ella no es el alcohol ni el tabaco ni el juego.
Y me dio el nombre de una enfermedad. Ninfomanía, me dijo. Y reconozco que no
quise averiguar nada más. Incluso ni siquiera le pregunté a Carlos, que está
estudiando medicina y hubiera podido explicarme. Pero él se pone como loco
cuando le toco el tema de mi familia. No sé, por lo tanto, qué significa esa
palabra que me dijo el médico ni quiero saberlo. Temo enterarme de que a mi
madre le queda poco tiempo de vida. Y prefiero guardar en mi memoria, en el
recuerdo, esa imagen que siempre he tenido de ella. Esplendorosa, vital,
encantadora, cariñosa y alegre.

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