A Saúl Ibargoyen Islas
LAUTARO LABRISA contempla al zopilote. Sin quitarle la vista, toma
el miralejos. Ve primero las terrazas solares del aire. “Las terrazas –murmura–
siempre serán las mismas: Puro reflejo de acá”. Conforme se va acercando al
pájaro, el aire azul se oscurece. De la bolsa del pantalón, Lautaro saca un
pañuelo para limpiarse el sudor de la nuca. Hacia el mediodía ya no le bastará
y tendrá necesidad de su tina de porcelana, con agua del pozo. Pero no todos
los veranos la tina resulta suficiente. Hay estíos particularmente infernales,
de cosas al rojo vivo. Por eso es bueno observar al zopilote: detecta lo
tórrido mucho antes de que aparezca. Lautaro da un paso atrás y baja el
miralejos. “Tanta negrura en las plumas –se queja a su gato echado en el fondo
de la tina– me asusta”. El gato al parecer no lo oye, feliz entre las paredes
de la tina ornadas con pintados racimos de vid. “¡Talavera! –le grita– te estoy
hablando, despierta”. El gato entonces abre los ojos de topacio y los fija en
su amo. “Te decía –continúa Lautaro– que cuando enfoco al zopilote siento un
miedo grande; igual que si me abrazaran los muertos”. Lautaro se guarda el
pañuelo. “Por fortuna, Talavera –dice–, a ese hondón no vuelvo; he leído lo que
tenía que leer. Habrá un verano benigno”. El gato se pone a cuatro patas y
salta, apoyándose apenas en el borde, fuera de la tina.
El pozo de Lautaro Labrisa tiene la boca a ras de tierra. Lautaro lo tapa con
una lámina de asbesto, mantenida en su sitio por el pedrusco que obtuvo del
chofer de un camión materialista. El hombre andaba perdido en los arenales,
paseando nomás su montecito de piedras. Desde temprano Lautaro oyó el motor,
pero no le hizo caso. Seguiría allí, sonando en el aire de la mañana, hasta que
el camión entrara al último círculo de la espiral y topara con la casa del
oasis. Como a las seis de la tarde, efectivamente, el camión se detuvo frente
al pozo. Enfundado en un overol, de polvo dorado por el sol, el chofer dijo que
se había quedado dormido al volante la noche anterior, sobre la carretera.
Lautaro le extendió una vasija con agua. El chofer se bebió el agua de un
trago. Lautaro, en silencio, se la volvió a llenar y un segundo antes de que
terminara, le advirtió: “Esa es toda la que hay del filtro”. “Qué tan retirado
estoy de la carretera”, le preguntó el chofer regresándole la vasija. “No
sabría decirle –le contestó Lautaro–. Yo trabajé allá, paleando grava hace
muchos años. No sabría decirle ni siquiera hacia dónde está.” El hombre lo miró
incrédulo. Suspiró. “Bueno, ¿cuánto le debo por el agua?” Lautaro le señaló la
caja del camión: “Una de esas piedras”, dijo.
Lautaro Labrisa ha colocado, profundamente hincados junto al pozo, tres gruesos
palos unidos por las puntas para aguantar una polea de madera. Una de sus
tareas principales, cada mañana, consiste en revisar que la polea no tenga
rajaduras, que su eje metálico, vasto como canilla de pulsar, esté libre de
arena. Hace girar la polea despacito. Le acaricia la canaladura lustrosa como
si tuviera entre las manos el sexo de una mujer y piensa en el tiempo que lleva
de prestarle servicio. Y también, ya para ir al tejaván, el alambre que amarra
la polea a los palos. En el tejaván, enroscada tiene la soga con la que
maniobra en el pozo. La probará cuando se halle corriendo por la canaladura de
la polea, tensa, con el balde de agua en el extremo.
Lautaro mira de nuevo el cielo. El zopilote vuela ahora muy cerca de la línea
del horizonte. Lautaro lanza un escupitajo a la sombra. “Ya se cansó el
cabrón”, piensa. Luego ve la hora en el reloj. Dando la una de la tarde deberá
encontrarse, sin falta, comando su baño diario.
Lautaro Labrisa suele dormirse en el agua. Sueña entonces con mujeres .Las
posee mientras canta. Se embriaga de tocarlas y explorarlas, y no es raro que
alguna le florezca entre las manos, arrancándole exclamaciones de alegría.
Sueña que le brota esperma colorida. Un espasmo gigantesco, resonante, le
aviente los huesos, la piel, la saliva, contra el cielo del mundo. La explosión
lo despierta. Su sexo emerge de la superficie del agua, todavía pulsátil.
Lautaro oye el tic-tac del reloj que ha dejado sobre una silla. Busca al gato
con los ojos. Lo llama. Pero como no le responde, vuelve su mirada al sexo y lo
empuña por la raíz. Brevemente lo tiene así, luego lo suelta, y se incorpora.
–“‘Talavera’, ven, vamos a comer; son pasadas las cuatro”. La comida de Lautaro
es carne seca, maíz tostado, nueces y agua. A veces la acompaña con una
tablilla de chocolate amargo. Lautaro no cena ni almuerza. Cree que los sueños
de la tarde lo alimentan como si fuera un festín. Para probarse la verdad de
esto, el día que no vienen mujeres al agua de la bañera, come doble ración, y
aún por la noche, vuelve al saco del grano. Habitualmente Lautaro y el gato
comen juntos; Lautaro sentado a la turca: encima de la cama.
A las cinco de la tarde, Lautaro Labrisa y su gato van ya de camino. Lautaro va
haciendo el inventario de los objetos que quedaron en el tejaván y en la casa.
Se mira emparejando la puerta, en la que puso un testigo, por si alguien
entrara a robarlo. Otro tanto hizo con el pozo. Pero mientras sube y baja por
las dunas y mira, su alma disuelva en profunda paz, la inmensidad que lo rodea,
se mofa de sus propias medidas de seguridad, de la contabilidad de sus tristes
prendas. Cinco años tiene dejando la casa sola una vez por semana y nunca se le
ha perdido nada. Quizá de lo único que debía cuidarse es de los hombres que lo
aprovisionan; pero ellos vienen sólo los sábados. Los invita a pasar para que
descanses tumbándose en la cama, en las sillas. Ellos se quitan los zapatos en
la entrada para sacarles la arena y no se los vuelven a poner sino hasta el
adiós. Son tres hombres de mediana edad. Y huelen a hierba del desierto, mil
veces macerada por el sol. Transportan sus mercancías en mochilas de lona que
lucen un techito protector. Él nunca ha podido averiguar de dónde proceden.
Ellos le dicen, escuetos: “Venimos del otro lado de las dunas, Labrisa”. Le
mienten. Pues del otro lado de las dunas no hay casas, hay un valle arenoso.
El gato lo precede varios metros, dando saltos como caballito. El viendo de las
soledades, cuando el animal llega a la cresta de la duna, le hace vibrar, como
una jara, el rabo.
La faja de dunas –atrás de la casa– es angosta y se la atraviesa, a buen paso,
en cuarenta minutos. La tumba de la mujer está después. En el valle donde los
falaces sitúan quién sabe qué pueblo. La tumba de Ausencia Talavera, su mujer,
es una especie de altarcito de huesos y cornamentas. Blanquea el aire y enreda
al viento vespertino en su dura maraña. Los primeros tiempos venía él solo.
Pero luego, el año pasado, con la provisión y las noticias que le inventan, los
comerciantes le regalaron el gatito. “Labrisa –le dijeron, dándose masajes en
los pies–, nosotros traemos al micho para el bien de usted”.
Lautaro Labrisa se sienta en cuclillas frente a la tumba de su mujer. No la
mira: de memoria sabe que es un árbol que él plantó para la defensa del cuerpo
herido. Los huesos del árbol se habrán fundido ya a los de ella. Lautaro no se
moverá en mucho rato. Se vacía para que los recuerdos, que empuja el viento, lo
colmen, lo rebosen. Un sábado, los comerciantes le preguntaron por qué había
pintado uvas en las paredes de la tina, y él contestó: –Esa fue la fruta de
Ausencia.

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