–Recurro a usted
porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del
doctor Harper.
El hombre era
Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera
Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva
York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.
–No puedo recurrir
a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he
hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos.
De uno en uno. Los maté a todos.
El doctor Harper
puso en marcha el magnetófono.
Billings estaba
duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies
sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía
a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un
cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el
simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran
escenas e imágenes.
–Quiere decir que
los mató realmente, o…
–No. –Un movimiento
impaciente de la mano–. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971.
Y Andy este año. Quiero contárselo.
El doctor Harper no
dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su
cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos
miserables del whisky.
–Fueron asesinados,
¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.
– ¿Por qué?
–Porque…
Billings se
interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro
extremo de la habitación.
– ¿Qué es eso?
–bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.
– ¿Qué es qué?
–Esa puerta.
–El armario
empotrado –respondió el doctor Harper–. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis
chanclos.
–Ábralo. Quiero ver
lo que hay dentro.
El doctor Harper se
levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una
gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo había un
par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar
cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.
– ¿Conforme?
–preguntó el doctor Harper.
–Sí. –Billings dejó
de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.
–Decía –manifestó
el doctor Harper mientras volvía a su silla– que si se pudiera probar el asesinato
de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?
–Me mandarían a la
cárcel –explicó Billings inmediatamente–. Para toda la vida. Y en una cárcel
uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las
habitaciones. –Sonrió a la nada.
– ¿Cómo fueron
asesinados sus hijos?
– ¡No trate de
arrancármelo por la fuerza!
Billings se volvió
y miró a Harper con expresión aviesa.
–Se lo diré, no se
preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser
Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no
los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con
contárselo.
–Muy bien. –El
doctor Harper extrajo su pipa.
–Me casé con Rita
en 1965… Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo
fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa,
grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos–. Tuve que dejar la
Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos
muy felices. Rita volvió a quedarse embarazada poco después del nacimiento de
Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de
1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita.
Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un
accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres,
sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?
Harper emitió un
gruñido neutro.
–Pero no importa. A
pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera
amado a los niños para castigar a su esposa.
– ¿Quién mató a los
niños? –preguntó Harper.
–El coco –respondió
inmediatamente Lester Billings–. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió
del armario y los mató. –Se volvió y sonrió–. Claro, usted cree que estoy loco.
Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e
irme.
–Le escucho –dijo
Harper.
–Todo comenzó
cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a
llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos
dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio
pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita
dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el
biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a
perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se
dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se
imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico,
su hijo varón, es marica?
»Sin embargo,
después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle
yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que
repetía a cada rato “luz, luz”. Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los
niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.
»Rita quiso
instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la
pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No
se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es
pequeño, nunca se acostumbrará a ella.
»De todos modos,
murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama
y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló
directamente el armario cuando lo dijo. “El coco –gritó–. El coco, papá.”
»Apagué la luz y
salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa
palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve.
Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.
»Verá, ése fue un
mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de
Pepsi–Cola en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y
lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que
a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los
mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.
»Bien, el niño me
despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido,
sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera
ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.
»Me levanté y entré
en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la
harina excepto donde la sangre se había…, se había acumulado, por efecto de la
gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las… eh… las nalgas.
Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como
los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en
las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería
tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma
porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué
espanto. Yo amaba a ese niño.
Billings meneó la
cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa,
grotesca.
–Rita chillaba
hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A
la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé…
– ¿Supo entonces
que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.
–Oh, no. Entonces
no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo
archivó.
– ¿Qué fue?
–La puerta del
armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que
la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a
jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?
–Sí. ¿Qué sucedió
después?
Billings se encogió
de hombros.
–Lo enterramos.
–Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños
ataúdes.
– ¿Hubo una
investigación?
–Claro que sí. –Los
ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico–. Vino un jodido
matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra
robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico!
¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!
–El colapso en la
cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper
puntillosamente–, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de
defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor…
– ¡Mierda! –espetó
Billings violentamente.
Harper volvió a
encender su pipa.
–Un mes después del
funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió
con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto.
Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que
sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando
yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: «
¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has
comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!». Le juro por Dios que
incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que
ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una
playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la
llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo
sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser
complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna
de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi
pequeña se llenara de microbios.
Así transcurrió un
año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y
chillar y llorar. “¡El coco, papá, el coco!”
»Eso me sobresaltó.
Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas
entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra
habitación.
– ¿Y la llevó?
–No. –Billings se
miró las manos y las facciones se convulsionaron–. ¿Cómo podía confesarle a
Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido
siempre una marioneta…, recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando
aún no estábamos casados.
–Por otro lado
–dijo Harper–, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó
con ella.
Billings, que
estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente
la cabeza para mirar a Harper.
– ¿Pretende tomarme
el pelo?
–Claro que no
–respondió Harper.
–Entonces deje que
lo cuente a mi manera –espetó Billings–. Estoy aquí para desahogarme. Para
contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted
espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé
que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.
–De acuerdo
–asintió Harper.
–De acuerdo
–repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de
sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del
armario, que estaba herméticamente cerrada.
– ¿Prefiere que la
abra? –preguntó Harper.
– ¡No! –se apresuró
a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa–. ¿Qué interés podría tener en
ver sus chanclos?
Y después de una
pausa, dijo:
–El coco la mató
también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos–. Un
mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y
después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta… la luz del pasillo estaba
encendida… y… ella estaba sentada en la cuna, llorando, y… algo se movió.
En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.
– ¿La puerta del
armario estaba abierta?
–Un poco. Sólo una
rendija. –Billings se humedeció los labios–. Shirl hablaba a gritos del coco. Y
dijo algo más que sonó como «garras». Sólo que ella dijo «galas», sabe. A los
niños les resulta difícil pronunciar la «erre». Rita vino corriendo y preguntó
qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se
movían en el techo.
– ¿Galochas?
–preguntó Harper.
– ¿Eh?
–Galas… galochas.
Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se
refería a eso.
–Quizá –murmuró
Billings–. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía
«garras. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario–. Garras,
largas garras –su voz se había reducido a un susurro.
– ¿Miró dentro del
armario?
–S-sí. –Las manos
de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente
que se veía una luna blanca en cada nudillo.
– ¿Había algo
dentro? ¿Vio al…?
– ¡No vi nada!
–chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si
hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma–. Cuando murió la
encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la
lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba
fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y
espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo: «me pilló, papá,
tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme».
Su voz se apagó gradualmente.
Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.
–Fue una convulsión
cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le
practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al
tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa
porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí.
Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones
por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un
susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el
sofá –susurró–. Con la luz encendida.
– ¿Sucedió algo?
–Tuve un sueño
–contestó Billings–. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no
podía…, no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido…, un ruido
viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos
de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles,
capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo… y a algunos de
otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido,
¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una
cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro
verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el
pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que
lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras… largas garras…
El doctor Harper
consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando
desde hacía casi media hora.
–Cuando su esposa
volvió a casa –dijo–, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?
–Aún me amaba
–respondió Billings orgullosamente–. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el
deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para
aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar
su lugar… Su… su… eh…
– ¿Su sitio en la
vida?
– ¡Eso es!
–Billings hizo chasquear los dedos–. Y la mujer debe seguir al marido. Oh,
durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo
bastante mustia…, arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV,
no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno
no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para
recordar cómo eran, exactamente.
»Quería otro bebé
–agregó, con tono lúgubre–. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma
definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y
empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la
oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter.
No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no
aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con
nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos,
¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué
le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que
podía pescarme si me acostaba con una tro… con una prostituta. Me explicó cómo
un día aparecía una llaguita en la ver… en el pene, y al día siguiente se
estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.
Billings tamborileó
con los dedos sobre su pecho.
–El ginecólogo de
Rita le vendió un chisme llamado DIU… dispositivo intrauterino. Absolutamente
seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el…, en el aparato femenino, y
listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni
siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada.
Vaya seguridad absoluta.
–Ningún método
anticonceptivo es perfecto –explicó Harper–. La píldora sólo lo es en el
noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por
contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos
excepcionales, durante la evacuación.
–Sí. O la mujer se
lo puede quitar.
–Es posible.
– ¿Y entonces qué?
Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como
una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de
Dios. Mierda.
– ¿El bebé nació al
finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?
–Exactamente. Un
varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él,
por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo,
tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide
cuánto había sufrido yo.
»Sin embargo
terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que
se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había
parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.
»Cuando volvía de
trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A
las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?
»Y una noche, hete
aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío.
¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que
tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un
chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya
había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma Cluett
and Sons. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury.
La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.
»Y demasiados
armarios.
»El año siguiente
fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder
vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose
desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba.
Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió
sencillamente–. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe,
dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que
Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.
Billings miró el
techo con expresión morbosa.
–El año pasado no
fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el
vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba
constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para
abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos
extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí
dentro.
»Rita me preguntaba
si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el
estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba
salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos
había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos,
deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las
alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró.
Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que
quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por
corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos
niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían
en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído
en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido.
Quizá…
– ¿Se está
evadiendo de algo, señor Billings?
Billings permaneció
un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo
bruscamente:
–Andy murió en
febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su
madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían
que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.
»Su madre no murió,
pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía
una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos
quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.
Billings se
humedeció los labios.
–El niño dormía en
la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos
años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de
esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres,
¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero
nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía
miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.
– ¿Pero lo mudó,
verdad? –preguntó el doctor Harper.
–Sí –respondió
Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla–. Lo mudé.
Otra pausa.
Billings hizo un esfuerzo por proseguir. – ¡Tuve que hacerlo! –Espetó por fin–.
¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero
cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a… –Giró los ojos hacia
Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz–. Oh, no me creerá. Sé qué es
lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no
estaba allí, maldito fisgón.
»Una noche todas
las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme,
encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de
los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro
ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de
limo, los espejos se rompían… y los ruidos… los ruidos…
Se pasó la mano por
el cabello.
–Me despertaba a
las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: «Es sólo
el reloj.» Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero
no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento
pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido
seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la
escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería…
»Y siempre temía
que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa
sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas
manos se cerraran sobre mi cuello.
Billings estaba
pálido y tembloroso.
–De modo que lo
mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así
fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní
los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y
gritando: «El coco, papá… el coco…, quiero ir con papá, quiero ir con papá.»
La voz de Billings
sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara.
Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.
–Pero no pude. –El
tono atiplado infantil perduró–. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido.
Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho
porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí,
oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro
sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza
de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en
una botella de gaseosa y oí… –Su voz se apagó y después recobró el timbre de
adulto–. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y
muerta–. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina
sobre un estanque en invierno.
– ¿Qué sucedió
después?
Oh, eché a correr
–respondió Billings con la misma voz fría, muerta–. Fui a una cafetería que
estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de
cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a
casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba
tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por
una oreja. Pero sólo una rendija.
Se calló. Harper
miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.
–Pídale una hora a
la enfermera –dijo–. ¿Los martes y jueves?
–Sólo he venido a
contarle mi historia –respondió Billings–. Para desahogarme. Le mentí a la
policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna
por la noche y…, se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un
accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita… comprendió…
finalmente.
–Señor Billings,
tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa–.
Creo que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes
tendrá que desear realmente librarse de ellos.
– ¿Acaso piensa que
no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban
rojos, irritados, doloridos.
–Aún no –prosiguió
Harper afablemente–. ¿Los martes y jueves?
–Maldito curandero
–masculló Billings después de un largo silencio–. Está bien. Está bien.
–Pídale hora a la
enfermera, señor Billings. Adiós.
Billings soltó una
risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.
La silla de la
enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que
decía «Vuelvo enseguida».
Billings se volvió
y entró nuevamente en la consulta.
–Doctor, su
enfermera ha…
Pero la puerta del
armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.
–Qué lindo –dijo la
voz desde el interior del armario–. Qué lindo.
Las palabras
sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas
descompuestas.
Billings se quedó
paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga
sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.
–Qué lindo –dijo el
coco mientras salía arrastrando los pies.
Aún sostenía su
máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.
Del libro “El
umbral de la noche” (Night Shift)
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