Allí donde se abrazan los vientos, aquellos furiosos y
también los suaves, bajo la luna llena de una noche fría de febrero, no se veía
a nadie por el sendero de las afueras del pueblo. Sus habitantes se habían
quedado acurrucados al lado de las chimeneas. Brillaba mojado por la tormenta
solo el viejo techo de la villa al final de todo, que parecía abandonada.
Únicamente la sombra de la tenue llama de una vela que se movía
intermitentemente tras las cortinas revelaba la existencia de su peculiar
poblador, el viejo soltero Francesco Malvagi.
En la oscuridad de su caserón, los truenos resaltaban
bestiales e infundiendo aquel miedo que te hace temblar. El frío penetraba
doloroso en los huesos del habitante y le hacía acelerar sus pasos, que dejaban
marcas de barro por el suelo. Acababa de resguardar a sus cuatro perros que
ahora le seguían fieles, asustados por la nocturna tormenta. Un gato maulló en
el umbral externo del portal, pero nadie le abrió, y su presencia hizo ladrar a
los perros. Malvagi les hizo callar y les regañó. Después prosiguió su camino,
hacia la escalera del altillo.
Al llegar al umbral, su mano temblante metió la grande llave
en la oxidada cerradura y abrió la puerta inflada por el moho. Las orejas de
los perros se inclinaron inquietas hacia atrás. El último se rascó con su pata
trasera, y el ruido del movimiento sonó angustiante tras el rayo. El trueno que
siguió hizo vibrar la casa. El dueño se paró por un rato, luego pisó vacilante
el umbral. Los perros no se atrevieron y se quedaron a esperar fuera. El viejo
levantó la vela por encima de su cabeza y empezó a explorar el montón de cosas
viejas e inútiles que tenía acumuladas allí. Parece que no buscaba nada, solo
miraba fugazmente, uno por uno, los antiguos objetos que consistían la poca
herencia que le había dejado su padre hace años antes de morirse. Entrecerró
sus ojos, y en su mente surgió lentamente como una serpiente el sueño de la
noche anterior: el cadáver corrupto de su padre.
Se acercó al comodín del fondo y abrió el cajón de arriba.
Cogió la agenda de cuentas de todo tipo y sopló el polvo. Indeciso, se paró en
la puerta antes de volver a meter la llave en la cerradura. Justo cuando pisó
sin querer la pata de uno de los perros, alguien le apagó la vela por encima de
su hombro. Asustado, Malvagi se giró hacia el desván y helado de miedo, bajó la
escalera cayéndose en el último escalón. Se detuvo, sin poder levantarse. Los
perros le lamían la cara.
Allí arriba, detrás del comodín, se hallaba la ansiosa sombra
de su difunto padre, que se agitaba intranquila al son del ulular del viento.
Gracias por compartir un relato mío...
ResponderEliminarSaludos
Oh, no tienes por qué agradecer Rossi. Un placer compartirte con mi gente de LUNAZUL.
ResponderEliminarElia Casillas.