Nunca me sentí tan segura como cuando ingresé. Era mi segunda vez, igual que la anterior llegué temprano, aunque
mi primer visita la hice abrigada por mi automóvil, aún cuando el lugar lucía muy lamentable por fuera,
confié en el acomodador de coches, un tipo en la séptima dimensión de la
pobreza que me hizo creer que por veinte pesos cuidaría mi nave como un león
y... ¡Lo hizo! Ahora iba en
taxi por seguridad de mi dorado, un séquito de fornidos jóvenes esperaban en la recepción, fueron ellos los que me dijeron que era muy
temprano para entrar.
Un temblor con
sabor a miedo caminó a mi corazón,
temerosa de que lo descubrieran me alejé
con paso firme. La calle era angosta y muchos automóviles estacionados en
los flancos, reducían más la avenida. Algunos
tipos deambulaban como espíritus perdidos, tuve
desasosiego de ver sus
ojos y extraviarme en ellos. Aunque no traía gran cantidad de
dinero me acompañaban mis textos, la
bolsa de mecatito y mi cartera con tarjetas de crédito. A cada paso, revisaba centímetro a centímetro el lugar. Para empeorar más el ámbito, las luces fluorescentes no eran aptas, en la
cuadra los edificios se alzaban
melancólicos, muy tristes, demasiado.
Botes de
basura hasta decir ¡ya no por favor! Perros
disputándose con los gatos el festín de los desechos y éstos corrían a todos lados, una capa de tizne acrecentaba más la mugre
que nadie podía disimular en ese sector del centro, mendigos de ojos fatigados, putitas hambrientas pero muy comprometidas
con su oficio, hombres de mil olfatos y
estilos. Yo de blanco.
Y al fin, un café abierto. Me sentí como niño en brazos de su madre. Una
mesera de rasgos indígenas apareció, la
tranquilidad de su rostro vino hasta el
estómago que, en esos momentos era un
balón. Preguntó donde me gustaría sentarme, dije: -lejos del ruido de la televisión y
donde haya menos gente-. Este lugar por
dentro se salía de todo el contexto, exageradamente limpio, las mesas y
sillas, de madera bien trabajada, enormes cuadros en repujado le daban
un aire mexicano. Inexplicablemente este
sitio encajaba en lo podrido, cumpliendo
su función de refugio.
La joven me llevó al salón desierto, una fuentecita al
fondo dejaba correr el chorro de agua
que se deslizaba por los recovecos del
laberinto, encaminándome a la magia del artesano. Pedí un café, de nuevo en
mis cuadernos de taller, en la corrección que nunca termina en los
textos. Redescubrí los mismos errores y cada vez que ingresaba en uno, volvían las sensaciones de cuando lo escribí,
de cuando fielmente me dirigí a la cita del teclado, simplemente por garabatear o como decía mi buen amigo Santiago Obligado “Ojalá que cuando esté escribiendo llegue la
inspiración y me encuentre trabajando”
Así nomás, sin conocer el tema,
sin enojo, sin llanto, sólo acudiendo al llamado de la disciplina y mis dedos como redes, esperando algún pez gordo, de esos que suelen caer cuando menos lo esperas.
Cuando volví al reloj eran las 10:30 p.m. Armándome de valor regresé a la calle, un individuo salió de
pronto de una camioneta y me hizo brincar, en eso, una señora de esas que no se cuecen al primer
hervor pasó cerca y me fui atrás de
ella queriendo emparejarme para disipar un poco el terror que de manera
inconcebible y sin motivo me abrigaba. La doña al sentir
mis taconeos apresurados, viró y
dando una buena ojeada a mi silueta
disminuyó su andar. Ya más tranquila
llegue al bar, asombroso, pero me
vi apapachada por el portero que cordialmente me llevó a la caja. Ahora el
costo de la entrada eran cien pesos o diez dólares sin derecho a bebida.
El mesero de
la primera vez, reconociéndome me dio la bienvenida y empezó a
cuestionarme sobre mi desaparición anterior. Terminé haciéndolo mi confidente sobre unas lesbianas que querían amores con
esta nenorra. Imaginando que una de ellas me diera un golpe al
pensar que estaba ligándome a su
novia, emprendí la huída. Luego no tuve tiempo de despedirme, ni siquiera de dejarle
propina. El lugar empezó a llenarse de gente multicolor... ¿Y yo? ¿Soy cómo ellos? ¿Era una historia o un pretexto para entrar
en el arco iris de las máscaras? Igual y era un travestí. ¿Cuál es la diferencia?
Ellos
eran mujeres y ellas hombres, machos con
sombrero y botas, hombres musculosos esperando el mejor postor, toros en feria, el precio más alto se lleva el semental más
bueno. Ellos, más bien ellas, con atuendos de noche, algunas queriéndose
ver más jóvenes, adaptaron vestidos de quinceañeras a sus apretadísimos cuerpos,
sin disimular los extensos lomos
que las delataban, los kilos de
maquillaje tapando su rasurada pero eminente barba. Debo reconocer que algunos eran
tan guapas como una actriz o mujer de farándula.
¿Y
todos esos hombres bien alineados,
buscando con los ojos una señal a
sus instintos? Una mujer más femenina que yo,
dejaba transcurrir sus ojos por mis
buenas carnes. ¿Buenas? Creo que
aún parezco bombón. ¿Y ellos cómo se
sienten? ¿Adivinarán lo que pienso
cuando los examino? Algunos son realmente matronas y otras muy a mi pesar: son hombres. ¿Y yo? Ja ja ja
ja ja Adentro de una historia de donde no soy. ¿Y si les pertenezco? ¿Dónde entro yo? De alguna manera... ¿No estoy robándoles su mundo?
Esa música retumba en mi espinazo, las largas cortinas blancas; como si de pronto el espejo tuviera un velo de novia. Todo lo demás está ennegrecido, las paredes, mesas,
sillas, los meseros, hasta el dueño. Mi traje,
ya lo dije: es blanco. Sobresale
en medio de tanta indumentaria
negra, ni siquiera en eso puedo parecérmeles. Pero
aquí estoy. Vine por mi cuento.
Navojoa
Sonora, Agosto 22 de 2002
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