Javier
Puche
El
secreto del universo
(Fuerza
Menor, 2016)
Las
fichas del Intelect estaban esparcidas por el suelo formando palabras
incomprensibles. Al descubrir las letras en desorden, el bebé emitió un
prolongado balbuceo de júbilo que le hizo perder su chupete. Acto seguido, se
acercó gateando para jugar un rato con aquel pequeño caos (nada de esto logró
despertar a la madre, entregada a un plácido y negligente sueño frente al
televisor). Al cabo de unos instantes combinando fichas, siempre con un hilo de
baba en la boca, quiso el azar que sus minúsculas e inconscientes manos
compusieran un enunciado que, además de poseer una belleza formal deslumbrante,
contenía el secreto del universo. Pero el milagro fue breve: de súbito, la
criatura hizo desaparecer su obra de un manotazo. Ni siquiera yo, que
supuestamente soy un narrador omnisciente, tuve tiempo de leer lo que allí
ponía.
La
memoria de cristal
(Fuerza
Menor, 2016)
Tras el
Apocalipsis, un radar enviado desde Júpiter para confirmar la extinción del
hombre, desciende con lentitud hacia las profundidades del Océano Pacífico,
donde algo parece latir. Y es que abajo del todo, en mitad de un silencio
vagamente iluminado por criaturas abisales, el único espejo que la Gran
Explosión no ha logrado romper emite en orden cronológico, antes de apagarse
para siempre, todas las imágenes que componen su memoria de cristal,
demorándose en aquéllas donde aparece la mujer que lo tuvo en su alcoba hasta
el fin, una joven risueña que ya no existe, aficionada a bailar desnuda ante él
ciertas noches de verano, cuando todo era posible todavía en este rincón de la
galaxia.
Los
caramelos
(Fuerza
Menor, 2016)
En
mitad de la mesa, hacinados en un cóncavo recipiente, duermen los caramelos. Su
sueño es dulce y sin ronquidos. La mano que elegirá a uno de ellos todavía está
lejos, ni siquiera ha entrado en la habitación, ni siquiera ha pulsado el
timbre de la casa. Cuando esto suceda, cuando la mano salga al fin del
bolsillo, pulse el timbre, entre en la habitación y se aproxime a la mesa, los
caramelos se desprenderán de su dulce sueño agitándose levemente, y cada uno de
ellos rezará esperanzado a su dios particular (de color rojo, de color verde,
de color naranja) para ser el elegido y disolverse para siempre en el cielo de
una boca.
Tenemos
que hablar
(Fuerza
Menor, 2016)
—Tenemos
que hablar.
Eso
dijo ella con pesadumbre. Algo aturdido, me senté en el sofá donde solíamos
ignorarnos. Pero esta vez no encendimos la tele. Apenas recuerdo lo que
finalmente hablamos (mi memoria tiende a suprimir las catástrofes). El caso es
que ahora vivo lejos de ella, en las afueras, entregado a una existencia gélida
y crepuscular.
Fantasmagórica,
para ser exactos.
Al
principio, achaqué mis visiones nocturnas a la añoranza (no en vano, aquellas
fugaces mujeres del pasillo parecían vestir como ella). Luego, a la vertiginosa
desnutrición (únicamente me alimentaba de pan seco y agua corriente). Por
último, comprendí con pavor que los fantasmas no procedían de mi tristeza, sino
del más allá. Lo supe por el modo en que me abrazaban. Eran almas en pena,
dolientes criaturas sin tiempo, espectros quejumbrosos que paulatinamente
invadían mi nueva casa en las afueras. Lo peor del asunto (y por eso estoy bajo
la cama) es que ahora hay veinte o treinta reunidos en el salón, esperándome en
absoluto silencio. Pude verlos hace un rato, justo antes de huir despavorido,
cuando el señor del sombrero me cogió del brazo y me dijo con voz de
ultratumba:
—Tenemos
que hablar.
Justicia
poética
(Fuerza
Menor, 2016)
Diciembre.
La nieve cubre las calles con lentitud minuciosa. Es casi de noche. Ya
comienzan a encenderse alternativamente las ventanas. Tras una de ellas, el
ínclito magistrado Goldberg lee la Constitución junto a la chimenea. A sus
pies, calzados con dos ridículas pantuflas, dormita un dóberman. De súbito el
can se incorpora y rompe a ladrar con insólita furia hacia la pared, sacando
abruptamente al magistrado de su docto embeleso. Pero en la pared no hay nada,
salvo inofensivas pinturas neoclásicas. El perro, no obstante, sigue ladrando
con creciente intensidad, ahora hacia el techo. Por prevención, el magistrado
—que es un hombre cobarde— saca del armario su arcabuz y empieza a cargarlo
tembloroso. Pobre diablo. Ignora que nada podrá hacer contra mí, su enemigo
intangible, pues soy el narrador de esta historia. Es hora de que pague por su
ancestral negligencia como juez. Empezaré apagándole repentinamente el fuego de
la chimenea.
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