miércoles, octubre 02, 2013

Francisco Aranda Cadenas

 
Alguna vez tiembla un nido de sangre,
las espoletas rinden homenaje a la noche,
el verdín cubre cadáveres y sueños.
A través de la niebla trotan caballos insomnes
-¿quién lo diría?- con las crines heladas
de blanco y súbito. La pulcritud de una voz
acecha mi costado, una voz límpida y salvaje,
la voz finalmente áspera de la muerte.
He confiscado mis propios huesos. He deducido
la razón de los viajes. Me pregunto, con cierta
sospecha de mí mismo, acerca de los salvavidas
en el mar. Ahora voy a acostarme
junto a ella. Uniré mi carne a su carne, la firme
resolución de saberme sin certezas. Después
de todo, sólo cabe una respuesta: la cosa en sí...


Todos los lugares en que guarecerse han desparecido.
No queda salvo esta cavidad torácica en que aparezco
de improviso. Asomo los ojos anhelantes, deseosos
de luz, y alguna mano que tome mi mano. A fin
de cuentas, sólo el amor imprime un sello
en cada paso -huellas sobre la tierra-, con acento
sabor a nuez moscada y perfume de vainilla.
Mírame, en este asombro cauteloso, bajo
las farolas de la calle, transitando espacios
que siempre son de nadie. Ya ves, hemos encontrado
una nueva sed, más precisa, con el acuerdo
de la saliva y el jergón, la rosa joven del jardín,
todo cuanto inundó la casa de formas sutiles,
como el carmín y la seda que abrigan tu cuerpo
a principios ya de octubre y razón de ser y estar.
 

La luz de la biblioteca tranquiliza mi memoria.
Esa memoria que fuera eco de otros días, hoy
cierta desazón y un pasado remoto con suelas
de zapato gastado. Nunca hubo lumbre en el hogar,
la manta que cubriera la piel de un sueño roto.
Pero escrito está en la pared del fondo, que la noche
fue templada en el invierno, y alguna luna
extraviada nos ofreció su bondad.
Para aquellos que cruzan los desiertos, dejo mi verso
sobre la duna que se ha convertido en lengua
de barro húmedo, el búcaro en que bebí
junto a los campesinos rumanos, la mano tendida
que aquí dejo, entre los dedos una estilográfica
para quien desee escribir presencias en la arena.
 
 
Cómo no acercarme a esa rareza de tus labios,
carnación extrema, ungüento maduro.
Apoyo mi frente en tu frente, asumo la fiebre
decorada, la lengua que trenza los poros íntimos.
Detrás de la cristalera el mundo, y nosotros aquí,
cobijados bajo la desnudez de no saberse. Abrazo
tu cuerpo como un campesino errante, tu cuerpo
de tierra de sales y de salivas dulces. Me entrego
mientras le digo adiós al día. Esta noche
somos algo más que un surco en el campo,
el azadón que golpeó el terrón reseco,
la acequia refrescando las cosechas de besos.
Somos la torrentera fugaz de los espejos adonde
jamás nos asomamos, después que en un filme
toda la luz no fuera sino ocre, color de barranco,
la tentación de morder el barro con las ingles.

 Agregar una mujer al paisaje -barro encinta-,
agregar un hombre a la calle, despojarlos
de cuanto en ellos es derrota y cansancio.
¿Acaso no es necesario acercarse a la alegría
desde todos lados? Cuanto hay de vida
en ellos es sencillamente vida, y aunque
cuentan con la muerte, esa impenetrable
astuta, han aprendido a caminar. Una mujer
y un hombre, sin abismos ni cláusulas
de seguros, ahí mismo donde el aire, donde
la luz, frente al sol íntimo, no son nada
y sin embargo, con los meses y los años
que trascurren, ellos se amanecen cada día,
se mezclan, se entrelazan... Agregar
mujeres y hombres al paisaje es como estar
en medio de una torrentera de voces, una cascada
de palabras; son muchos los gestos, muchas las miradas,
una sinfonía que corteja los espacios, el deseo de ser
frente a la nada.

¿Quién era Albertina? Su nombre
estaba caligrafiado en un papel
desgranado como una fruta otoñal.
Yo pienso en Lola y Tania, en ti.
Cada mujer es una geografía.
Yo pienso en ti a cada rato,
mientras una brisa a ras de suelo
caligrafía el paisaje del mismo modo,
que el nombre de Albertina sobre el papel
sepia de muchos años atrás seguramente.
¿De dónde habrán venido tus sílabas?
Albertina y la lluvia. Albertina y las rarezas
cotidianas. Yo pienso en ti a cada rato; tú,
que no eres ni Lola, ni Tania ni Albertina.

Te abismaste en la suerte de los pentagramas.
Te sumiste en un sueño impregnado por aceites
-ungüento para sábanas y lirios-, llegada
ya la madrugada, que asaltó tus cabellos
como un tigre anhelante de la dulce carne
apetecida. Cuerpo del amor, savia entrañada,
agradecida geografía por donde mis manos
señalan cada estación en que me detengo,
y hundo mis raíces, y abrazo la sed de tus salivas.
Cómo no cantar la piel que se estremece,
cómo no libar los licores de lo oscuro,
cómo no engendrar el puro aire.

Ciertamente te respiro con las fosas nasales de la sangre.

 El 'dios' de la culpa, que llegó con la tormenta,
no conquistó los azahares, ni la límpida piel
de las muchachas.
¿Acaso lo vimos fornicar con la tierra, acariciar las nubes
o descubrir que el aire también es abrigable?
Con toda su ira arremetió contra los hombres y otros seres,
y obscenamente pensó que nos creó a imagen y semejanza.

El 'dios' del amor nunca supo de su querencia por nosotros,
y fue que sin embargo nos alimentó y vistió con alegres
perfumes, nos visitó a cada rato poseído por la brisa
amable, que abre los ventanales despaciosamente
y subyuga a todo aquel que lo conoce aunque 'él'
nos desconozca.

 Ni un instante el haber muerto aquella tarde.
Con el rugir del mar se asesinaban las olas,
pero ni un sólo instante para la muerte.
Después de la contienda
de las aguas contra las aguas, un 'dios'
dijo: ábranse los mares y sea un pasillo
para quienes huyen de las injusticias. Y fue
que el mar, los mares, escribieron abecedarios
de rosas en las frentes, y nadie partió, y ni un instante
siquiera para morirse. Sin embargo, cuando bajó
la marea, y la calma callada de las barcas enmudeció
de nuevo, vi como en la arena repleta de algas y maderos,
un hombre tumbado alzaba el brazo para señalar al cielo.
Miraba con ojos denunciantes. Ningún instante para la muerte
no obstante el abatimiento y el frío. Se irguió el hombre,
la tez ennegrecida por quién sabe qué soles o lunas, abrió
su boca amplia y con sus manos construyó un abecedario
en la orilla; de su boca amplia como un valle salió
un grito aterrador, pero era una salutación desesperada
a la vida.
 Extraje de mi bolsillo una poética, después
algunas horas de la tarde se incrustaron
en las cortinas. Como no tenía papel
ni lápiz, ni teclado, y sí pegamento y unos pocos
fragmentos de papel hice un collage
con la poética que saqué de mi bolsillo. Me pregunté
entonces por asuntos como la belleza y la sociedad.
Le pregunté a mi piel y hasta a mis huesos, y no supe
contestarme. Ahora tomo mi estilográfica y emborrono
servilletas tras oír los telediarios y observar los alfabetos
de las flores. ¿Cuál será el tiempo de mi corazón?
¿Qué piensa acerca de todo esto mi cabeza?

Tan sólo extraje de mi bolsillo una poética, y la arrojé
a los vientos para que ellos le diesen forma.


Quiso ser canción e inició su singladura,
no por mar o tierra, sino por los linderos
del alma. Escrito está en la arena de los zapatos
que hoyan su pecho, que a veces ojo interior
no necesita otra luz, que la que arde en la entraña.
Y como quiso ser canción, pero no sabía abrir
sus ojos ni su boca en la noche repentina, se crujió
las vértebras, navegó por sus arterias, y cayó de bruces
al suelo. Escrito está en la arena de los zapatos
que hoyan las aceras, que a veces ojo exterior, cuanto
necesita no es otra cosa que la luz del vosotros.

Francisco Aranda Cadenas

Málaga, a 22 de octubre de 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario