Siempre que pasaba de noche por ahí, aceleraba mis pasos hasta despegarlos del suelo, aceleraba, aceleraba y pensaba en esos animales lentos, que por su misma lentitud, se vuelven presas más fáciles –soy rápida, pensaba entremí, estoy a salvo.
Esta vez, eran las 2 de la tarde. El sol apaciguaba el frío que hizo durante la mañana. Caminaba abatida por la enajenación de los últimos días y, a cada escalón que bajaba, me llenaba de fuerzas, pensando en esa reunión de locos que todavía quieren y sueñan con cambiar al mundo. ¿Qué diríamos? ¿Qué medidas tomaríamos este año para enfrentarnos a la catástrofe?
Los vi de frente, caminando hacia mí, moviendo sus labios y mirándome a los ojos. No alcanzaba a escucharlos. Eran dos, vestidos con sudaderas blancas. Como ángeles aterrados de su propio veneno se acercaron a mí y empezaron a gritarme que les entregara el celular, el dinero, la bolsa. Desde la zona más instintiva de mi cuerpo empezaron a correr los latidos del corazón, cautivo por un miedo que venía más allá de mí y más allá de ellos. En ese miedo habitaba el miedo del animal más indefenso, el miedo a los precipicios, a la oscuridad, el miedo que te despierta en la madrugada cuando vas de caída, el miedo con el que damos el primer grito cuando nacemos. Los sentidos se nublan, la vista se acorta, el oxígeno es un apenas.
Saqué de la bolsa de mi pantalón el celular –tranquilos… ay muchachos, qué susto…- -¡DANOS TODO EL DINERO! ¡DANOS LA BOLSA!- -Espérense, espérense… estoy muy asustada, así no puedo pensar… tranquilos, nadie se da cuenta… hagan como que estamos platicando, no voy a hacer nada, déjenme respirar-
Déjenme respirar… déjenme respirar… y a cada bocanada, con la mano en mi pecho, iba calmando ese pánico que se me salía por la boca.
(Parece que no traen armas, tienen poco más de 20 años, tienen miedo, esta es una de sus primeras veces… cálmate, cálmate…)
-¡SACA TODO! ¡DANOS LA BOLSA!- Empezaron a meter la mano en mi bolsa, encontraron la cajetilla con un cigarro y amablemente la devolvieron a su lugar. –No les voy a dar mi bolsa, traigo mi tesis, estoy estudiando, no chinguen, traigo mi suéter, no chinguen-
-¡¡DANOS LA CARTERA!!- Saco la cartera. –No les voy a dar la cartera, traigo mis credenciales. -¡¡DANOS LA CARTERA!! ¡¡SACA TODO EL DINERO!!- -tranquilos... tranquilos... miren, les doy $200- -¡¡SACA TODO!! ¡¡YA TE DIJIMOS QUE SAQUES TODO!!-
-Tengo que moverme- -Órale, dále pa´su camión- dijo, como conmoviéndose, sorprendido por la inesperada interpelación de esta loca solitaria que se atrevía a mirarlos como si fuera una de ellos. Me quedaban $100. –Tengo que comer, no chinguen, ¿por qué le roban a la banda? ¿por qué entre nosotros? La lucha no es entre nosotros, el pedo no es entre nosotros, chínguense a los culeros, por qué a la banda, por qué entre nosotros... por qué entre nosotros... somos de los mismos...
(somos de los mismos...)
Yo que venía pensando cómo arreglar el mundo para ellos y para mí, para nosotros. Estaba aturdida con un dolor que venía de lejos, de todos los siglos de dolor y de sangre por los que ha pasado la historia de este país de los hijos de la chingada, de la violada por el blanco. Miré sus rostros morenos, pálidos de nervios, asustados, destanteados y me llené de tristeza. Pasé mi brazo por la espalda de uno de ellos… quería abrazarlos, quería contarles, quería decirles que no los odiaba, que entendía su miedo, que conocía su rabia, que estaba con ellos desde este corazón adolorido por el mismo mundo que compartimos, que no había pedo, que se llevaran el dinero y el celular, pero que me escucharan. Apenas me tuvo cerca, abrazándolo, se arrebató y me tiró el brazo.
Como si mis palabras fueran balas, corrieron despavoridos. Corrí detrás de ellos.
(No me tengan miedo, no me tengan miedo).
Huían no de mí, ni de la policía que no estaba en ningún lugar, no había nadie. Huían de esa verdad que estaba en ellos mismos. Una sonrisa tímida y avergonzada asomó la comisura de sus labios y los vi yéndose, arrojándose al periférico, entre coches. Yo corría detrás de ellos, como ellos, como nosotros, como quien se arroja a la muerte a la que nos tiene destinada esta crueldad cotidiana, a este suicidio imbécil. No pude alcanzarlos y a mí me alcanzó, hasta el alma, como un punzón, un dolor que me quedará para siempre.
Lloro por ellos, lloro por nosotros, por su miedo, por el mío, por su desesperanza, por sus padres que no supieron amarlos, por sus calles que les robaron el alma, lloro por esos monstruos que todos llevamos dentro y que nos dominan, lloro por todos los que han muerto en un asalto y por aquellos que los asaltaron, lloro porque no podremos, ni ellos ni yo, nunca, ser felices.
¡Puta madre, la vida tenía que ser otra, el mundo tenía que ser otro!

No hay comentarios:
Publicar un comentario