viernes, noviembre 25, 2011

Agustin Monsreal: TIERRA SIN SOMBRA

Agustin Monsreal


TIERRA SIN SOMBRA



-Hasta Milagros, ¿te acuerdas? Hará cosa de doce años. Iba yo con ella cada dos semanas, cada tres. Comenzamos a hacernos amigos, a escucharnos, a permitirnos alguna sonrisa espontánea. Me gustaba verla cómo iba perdiendo esa impaciencia rígida de las primeras veces, quedándose junto a mi cuerpo un rato más largo cada vez, metiéndose en mi vida con preguntas simples, comentando y aconsejándome. Era una mujer desprovista, acaso despojada de misterios, los secretos que al parecer guardaba eran inútiles, su atractiva belleza formal no deparaba sorpresas ni inquietudes, toda ella era previsible, hasta las obedientes audacias íntimas que su carne y sus músculos repetían de memoria y que tanto la enorgullecían. Yo la dejaba hacer su trabajo, fingir, ensayar expresiones de deseo, gestos, intensidades, espasmos, y provocaba el intercambio de confidencias y mentiras inservibles; ella, con una especie de dicha, ponía de lado las caricias de su desnudez y hablaba entonces de tres maridos que huyeron cobardemente, de los esfuerzos que le costó siempre conseguir que alguien la quisiera, de una abuela bruja, sucia y gastada, que la vendió casi en la niñez, y no obstante resultaba la única gente recordable de su pasado. Es muy probable que aquello del sufrimiento y la soledad fuera cierto, sin embargo yo tenía la impresión de que Milagros era de las mujeres que buscan allanarte el corazón enumerando tristezas, fracasos, y que tratan de acumulártelos dentro para que en un momento dado lleguen a formar parte de tu ser y de ahí en adelante, como si fuese un asunto de piedad, de lástima pura, puedas quererla, o más bien dicho, puedas querer a su miseria, a sus desgracias, a su pobrecía, así estás amarrado más fuerte, así no te sueltas tan fácil, así te rodean enteramente un montón de fantasmas y el ineludible deber de protegerla de ellos, de no volver a dejarla jamás sola con ellos. ¿Te das cuenta? Y lo peor es cuando te dejas enredar la soga en el pescuezo.

A Ortega, allá en el fondo, las actitudes de Milagros le producían una escondida risa irónica, ofensiva; condescendiente, le perdonaba su manera de actuar demasiado burda, ridícula a veces, a ratos medio estúpida; pasaba por alto su ordinariez y esa ternura pegajosa que le derramaba encima porque él, a pesar de todo, insistía en considerarla parte de una actuación practicada por conveniencia, de un deliberado ejercicio profesional, ya que en ocasiones Ortega le regalaba algunos pesos más de los acordados. Pero un día, antes de entrar al cuarto, lo abrazó y le dijo Por qué mejor no me aguardas afuera y vamos a otro lugar, a tu casa, si quieres, o a donde tú gustes, así no tienes que pagarme.

-Otro poco y le suelto la carcajada en plena cara, o la insulto, o le doy una bofetada, o algo por el estilo, no sé. Creo que la miré con asco y me fui, dejándole a cambio de su ofrecimiento una broma infame que la entonteció, que la arrastró a ponerse seria y amarga y a no fijarse en ese Pobre idiota que iba yo desgarrando entre dientes, masticando y escupiendo con rabia. Pobre idiota. Y ahí se acabó Milagros.

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