Sin lugar a dudas,
la Vikinga y la Chuyona fueron los primeros trasvestistas de nuestra ciudad.
Los primeros en ejercitar abiertamente, subráyese el particular matiz.
La Vikinga no era
otro que el ilustre abogado Mario Carlos de la Vega, cultivado en artes y
jurisconsulto de loados vuelos, educado en la capital y vuelto a la provincia
de sus abolengos. La Chuyona por su parte, de toscas hechuras y modestas
pretensiones, respondía al nombre de Jesús Baltazar, se encargaba de servir las
mesas de la fonda El Rancho, localito memorable mucho más que por sus guisos
por las tazas de mezcal ofrecidas bajo cuerda, por sus puertas abiertas hasta
ver el sol y por las voces de los Mudos Vázquez, guitarreros de solvente
requinto y repertorio.
Abogado y fondero,
la Vikinga y la Chuyona, cada quien por su cuenta coincidieron en las fiestas
de añoso carnaval inequívocamente vestidos como damas. Don Mario, turbadora
vikinga de elevada talla, trenzas de rubias y apretadas vueltas y de clara
importación, mirada ploma, lanza en mano, sandalias atadas a las pantorrillas,
faldellín de vaqueta y metálicas aplicaciones, todo de magnífica factura. Y
Jesús, amplio de tronco y sentaderas, pobretón pero animoso, colorete y rímel
de precios en oferta, peluca de casera confección, faldas plisadas en rojo
solferino, medias de raya y empinadas zapatillas. La armaron buena en las
fiestas del cuarenta y cuatro. La Vikinga desfiló en el carro alegórico promovido
por la cervecería: la Chuyona lo hizo de pie, escoltado por docenas de vagos
que coreaban a pulmón abierto los meneos de pelvis y los taconeos.
Cinco días con sus
noches duraron las fiestas y sólo en las últimas horas de la noche quinta, la del
cierre, se encontraron frente a frente la Vikinga y la Chuyona, seguidos con
fervor por los fans originales y los conquistados. Encuentro inevitable, lucha
perruna, irremisible, suelo feroz entre ambos trasvestis por el voto decisivo.
Lugar de los hechos y remate oficial de la carnavalera fiesta, la plazuela
Obregón, maquillada con focos de colores y castillos de pólvora, vestida con el
amplio tapiz de cascarones, confeti, serpentinas y otras basuras mucho menos
disculpables. Estratégico jardín para albergar toda clase de ocurrencias:
discursos, mítines, kermeses, nocturnas caminatas… Jardín tradicional donde esa
noche la gente se agolpó para ver por última vez el paso de los carros
alegóricos, el paso de las comparsas y las mascaritas, la actuación de los
mariachis, los tríos, los cantantes populares, la banda municipal…
Fue lo que se dice
un duelo a fondo. Vikinga y Chuyona, finalistas naturales de la mascarada,
habían opacado no sólo al resto de los participantes sino a la figura cumbre,
Margarita I, la reina, rubia y nevada sin par como la musa del poeta, y ni
hablar de la forma en que habían borrado el interés por el rey feo, Miguelito
Alvírez, conocido tenorio local; y ni quien olvide la manera en que habían
eclipsado la fama de Rentato Fontes, comandante de policía, ganador indiscutido
del título del malhumor.
Chuyona y Vikinga
disputándose en el cierre de la noche quinta los laureles del festín:
disputáronselos con desbordamientos y hambre de victoria: ¡la Vikinga, como
quien asesta un madruguete, desafinadón, pero con pujante voz, cantó a capela
un aria de Parsifal, algo así como Amfortes Die Wundel!, en contundente idioma
alemán que dejó lela a la concurrencia y cuya ejecución, una vez vaporizadas
las primeras quemaduras del asombro, arrancón ruidosas peticiones del repris y
aplauso, aunque entreveradas con notable dotación de silbidos. En respuestas
inmediata, la Chuyona, timbre y desplantes a la Lucha Reyes, lanzó a los
vientos entre la rugiente porra de sus seguidores las estrofas de La Tequilera,
modelo de fuerza expresiva y atinada imitación que inclinó sustanciosamente a
su favor la balanza de las opiniones. Resintiendo el golpe, la Vikinga pidió
selecciones de alto repertorio entre los músicos presentes, que nomás acertaban
a mover cabeza y hombros y evadir miradas, luego de las muchas y obvias
respuestas negativas, la banda municipal complació al abogado con una muy
particular versión de Poeta y Campesino, cuyas notas dieron nuevo ángulo a la
competencia: dominando el peso de sus vigorosas piernas, la Vikinga se trepó al
kiosco central y ejecutó los compases de la obertura valiéndose de pretendidas
y evidentes improvisadas cabriolas de ballet y otros lances que, a pesar de los
serios traspiés que le causaron –dos resbalones muy mal disimulados, incluso-,
lo ayudaron a elevar el índice de vítores y aplausos. Retomando el turno, la
Chuyona respondió de obra a la innovación del reto: se bajó de las altas
zapatillas, pidió ritmo caliente al Conjunto Bahía por ahí dispuesto y en
deslumbradores giros y estremecimientos de vedette en cartelera devoró los
compases de la Conga –por entonces verdadera fiebre-, que rápidamente
enloquecieron en agitadísima hipnosis a los cientos de curiosos, desde niños a
viejitos, contagiados del incendio en la zona de los pies y las caderas. Preocupado
por la talla del rival, mientras tanto, la Vikinga, se había hecho llegar un
tocadiscos y una carga de diversas grabaciones con la mira de suplir el
oscurantismo de los músicos callejeros, como luego dijo; volvió hacia las
alturas del kiosko, conectó el aparato, puso a girar un disco que sólo unos
cuantos reconocieron –las danzas polovetsianas del Príncipe Igor-, se plantó en
el centro de la inusitada pista y caray, entonces sí, qué manera de seguir la
melodía: medio torpe el hombre de cualquier modo, pero suficientemente iniciado
para que sabiondos y profanos constataran la escuela y experiencia de don Mario
en el manejo de los saltos, las vuelta, las elevaciones y piruetas que los
cultos ahí reunidos explicaron dando cátedra sobre pliés, retombés, relevés,
developés, vendaval de francesazos venturosamente cubiertos por los gritos de
fascinación y pasmo levantados en honor del bailarín del kiosco. Don Jesús
Baltazar, la Chuyona, no se amilanó; al contrario, en debido acuerdo con los
Mudos Vázquez, guitarreros vagos y cargados de mañas se abrió paso a grandes
trancos y se hizo dueño de uno de los faroles centrales; ahí se descargó sobre
doblada pierna, encendió un cigarrillo lentamente aspirado y se puso a cantar
La mujer del Puerto a base de quejidos cabareteros desplantes, quiebres de
cintura y voz, masticación de chicle, manejo de manos, piernas y boso que
volvieron a llenarlo de porras y muestra de incondicional entrega. Como en los
duelos a muerte, la gente aprendió a respetar los momentos cruciales: una vez
volcados gritos, pataleos, chiflidos, vivas y aplausos emergía una dimensión
(silencio-espacio) que marcaba claramente el turno del rival. Don Mario Carlos
de la Vega, la Vikinga, incesante en las maniobras, sorprendió con un nuevo
recurso: plantó en el tocadiscos una aria rarísima de la ópera Las Walkirias,
cantada por una soprano de nombre impronunciable: don Maro se rasgó la blusa y
la fenomenal coordinación de labios, gesticulación y ademanes se manifestó como
un jerarca de la fonomímica que no todos los presentes aceptaron, por cierto,
al notar que de don Mario no había salido un solo aliento; concretamente lo
acusaron de trampa y así lo hicieron sentir con ruidos e iracundos gritos.
Restablecida la tregua, la Chuyona dio también nuevo giro: se limpió el
maquillaje, olvidó su sensual masticación y provocativos meneos de caderas,
subió solemnemente, humildemente al kiosko, donde ya lo esperaban los Mudos
afinando cuerdas y vocalizando, ante la sorpresa general, con fondo de
guitarras pulsadas en las cuerdas graves y murmullo coral arreglado por el
trío, Baltazar inició el recitado, espectacular y vibrante, de Los motivos del
lobo, cuyos versos, a pesas de las “eses” y “erres” matizadas con cierta
extravagancia, mantuvieron en deleitado silencio al auditorio, silencio que
tronó y sustrajo no pocas lágrimas y pródigos reconocimientos a la fotográfica
memoria de don Jesús, sin error en la kilométrica letra y a la no menos
elogiable manera de sentir y proyectar su lobo, auténtica gema de histrionismo.
La media noche
llegó y el jurado calificador de los eventos cerró la ronda de participaciones.
Se inició el debate entre los jueces para encontrar al ganador. Debate no muy
acalorado, por cierto, pues antes de los diez minutos declararon triunfador a
don Mario de la Vega, la Vikinga, frente a los oídos incrédulos, estupefactos
de la mayoría de los concurrentes que daban como ganador a don Jesús Baltazar:
la Chuyona, opinión elevada a título de zacapela, y de las grandes, dado el
fervoroso y surtido intercambio de insultos, amenazas y severos proyectiles
derivado del dictamen.
Jueces
identificados con la clase domínate (Un médico y rotario por añadidura, un
expresidente municipal, dos de los dueños de la cervecería y sus respectivas
consortes) dieron mucho que decir y sospechar con el veredicto. Una de las
damas del jurado fue quien recibió el primer cascaronazo (en plena frente),
disparo que hizo las veces de clarín de ataque. Como milicianos largamente
entrenados los rijosos se alinearon en dos flancos: hacia el lado de la mesa de
honor, los viquinguistas, y en sentido opuesto los desencantados fans de la
Chuyona que discretamente lloraba su infortunio. Tanto se elevaron los corajes
que al rato no sólo volaban inocentes cascarones sino bolas de lodo,
corcholatas, naranjas agrias, cascarones rellenos de arena y peligrosas
piedras. Acudieron policías y bomberos, estos últimos de formación reciente, y
los cuales, aunque siempre se negó el hecho, fue ahí donde estrenaron su
flamante carro pipa en criticada imitación de un filme norteamericano, en una
de cuyas escenas se rechazaba a desamparada turba mediante la oprobiosa vía del
agua. Censurable fue que los ilustres bomberos sólo apuntaran las mangueras
contra el lado de los seguidores de Jesús Baltazar, en evidente apoyo de los
viquinguistas, que rápidamente aprovecharon la ventaja para huir secos y
salvos.
Pasados unos días,
los ánimos y los intereses cotidianos recobraron su medida. Se dejó de hablar
del singular encuentro y cada quien volvió a sumergirse en su ración personal
de perspectivas. Para don Jesús Baltazar la fama conseguida en ese carnaval fue
su despegue. Ayudado por propios y por extraños, levantó modesto local, de
taquería Chuyita (en honor de su señora madre, dijo), que poco tiempo después,
gracias a la vocación, capacidad de trabajo, y simpatía del dueño se convirtió
en el conocido y ahora elegante restaurante Las Brasas, atendido por Chata
Baltazar, sobrina y heredera del recientemente finado don Jesús y casada con
Ernesto Vázquez. Aquel primera voz y requinto de los Mudos, a quien todavía no
hace muchos años le quedaba su chisguete y se le podían pedir, en variedades montadas
por la Chata, algunas cancioncitas de las de antes.
En cambio, las
faenas coreográficas de don Mario, apoyadas tan rabiosamente por su séquito,
dieron en ser cuestionadas con severidad. A modo de primera consecuencia,
resulta indiscutible que las carnavaleras prácticas, una vez metidas en la fría
máquina de la reflexión, fueron las razones que impidieron a don Mario obtener notaría
pública que semanas antes tenía más que amarrada. Gradualmente se le fueron
cerrando antiguas puertas, justo las que abrían el espacio de los privilegios,
el espacio de las transacciones y las billeteras de apellido ilustre. Muy pronto
el otrora respetabilísimo don Mario quedó en los límites de la orfandad. Para rematar
el cuadro, su señora, una tal Carlotita Santibáñez. del Distrito Federal, se le
fue el siguiente verano repentinamente indignada con el hecho de vivir
soportando climas de cuarenta y tantos grados (¡ignominia-gemía-, tener que
dormir en catre vil a la mitad de un patio!), se le fue, profiriendo todo
género de pestes en contra del terruño (pueblo carretonero, puntualizó), y del
cual, por razones y designo irrebatibles no había tenido a bien acordarse el
misericordioso Dios.
Libro ganador: Crónicas de gente cercana
Luis Enrique García, ganador del Concurso del Libro Sonorense.

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