miércoles, agosto 24, 2022

Luis Enrique García: La Vikinga y la Chuyona



    Sin lugar a dudas, la Vikinga y la Chuyona fueron los primeros trasvestistas de nuestra ciudad. Los primeros en ejercitar abiertamente, subráyese el particular matiz.

    La Vikinga no era otro que el ilustre abogado Mario Carlos de la Vega, cultivado en artes y jurisconsulto de loados vuelos, educado en la capital y vuelto a la provincia de sus abolengos. La Chuyona por su parte, de toscas hechuras y modestas pretensiones, respondía al nombre de Jesús Baltazar, se encargaba de servir las mesas de la fonda El Rancho, localito memorable mucho más que por sus guisos por las tazas de mezcal ofrecidas bajo cuerda, por sus puertas abiertas hasta ver el sol y por las voces de los Mudos Vázquez, guitarreros de solvente requinto y repertorio.

    Abogado y fondero, la Vikinga y la Chuyona, cada quien por su cuenta coincidieron en las fiestas de añoso carnaval inequívocamente vestidos como damas. Don Mario, turbadora vikinga de elevada talla, trenzas de rubias y apretadas vueltas y de clara importación, mirada ploma, lanza en mano, sandalias atadas a las pantorrillas, faldellín de vaqueta y metálicas aplicaciones, todo de magnífica factura. Y Jesús, amplio de tronco y sentaderas, pobretón pero animoso, colorete y rímel de precios en oferta, peluca de casera confección, faldas plisadas en rojo solferino, medias de raya y empinadas zapatillas. La armaron buena en las fiestas del cuarenta y cuatro. La Vikinga desfiló en el carro alegórico promovido por la cervecería: la Chuyona lo hizo de pie, escoltado por docenas de vagos que coreaban a pulmón abierto los meneos de pelvis y los taconeos.

    Cinco días con sus noches duraron las fiestas y sólo en las últimas horas de la noche quinta, la del cierre, se encontraron frente a frente la Vikinga y la Chuyona, seguidos con fervor por los fans originales y los conquistados. Encuentro inevitable, lucha perruna, irremisible, suelo feroz entre ambos trasvestis por el voto decisivo. Lugar de los hechos y remate oficial de la carnavalera fiesta, la plazuela Obregón, maquillada con focos de colores y castillos de pólvora, vestida con el amplio tapiz de cascarones, confeti, serpentinas y otras basuras mucho menos disculpables. Estratégico jardín para albergar toda clase de ocurrencias: discursos, mítines, kermeses, nocturnas caminatas… Jardín tradicional donde esa noche la gente se agolpó para ver por última vez el paso de los carros alegóricos, el paso de las comparsas y las mascaritas, la actuación de los mariachis, los tríos, los cantantes populares, la banda municipal…

    Fue lo que se dice un duelo a fondo. Vikinga y Chuyona, finalistas naturales de la mascarada, habían opacado no sólo al resto de los participantes sino a la figura cumbre, Margarita I, la reina, rubia y nevada sin par como la musa del poeta, y ni hablar de la forma en que habían borrado el interés por el rey feo, Miguelito Alvírez, conocido tenorio local; y ni quien olvide la manera en que habían eclipsado la fama de Rentato Fontes, comandante de policía, ganador indiscutido del título del malhumor.

    Chuyona y Vikinga disputándose en el cierre de la noche quinta los laureles del festín: disputáronselos con desbordamientos y hambre de victoria: ¡la Vikinga, como quien asesta un madruguete, desafinadón, pero con pujante voz, cantó a capela un aria de Parsifal, algo así como Amfortes Die Wundel!, en contundente idioma alemán que dejó lela a la concurrencia y cuya ejecución, una vez vaporizadas las primeras quemaduras del asombro, arrancón ruidosas peticiones del repris y aplauso, aunque entreveradas con notable dotación de silbidos. En respuestas inmediata, la Chuyona, timbre y desplantes a la Lucha Reyes, lanzó a los vientos entre la rugiente porra de sus seguidores las estrofas de La Tequilera, modelo de fuerza expresiva y atinada imitación que inclinó sustanciosamente a su favor la balanza de las opiniones. Resintiendo el golpe, la Vikinga pidió selecciones de alto repertorio entre los músicos presentes, que nomás acertaban a mover cabeza y hombros y evadir miradas, luego de las muchas y obvias respuestas negativas, la banda municipal complació al abogado con una muy particular versión de Poeta y Campesino, cuyas notas dieron nuevo ángulo a la competencia: dominando el peso de sus vigorosas piernas, la Vikinga se trepó al kiosco central y ejecutó los compases de la obertura valiéndose de pretendidas y evidentes improvisadas cabriolas de ballet y otros lances que, a pesar de los serios traspiés que le causaron –dos resbalones muy mal disimulados, incluso-, lo ayudaron a elevar el índice de vítores y aplausos. Retomando el turno, la Chuyona respondió de obra a la innovación del reto: se bajó de las altas zapatillas, pidió ritmo caliente al Conjunto Bahía por ahí dispuesto y en deslumbradores giros y estremecimientos de vedette en cartelera devoró los compases de la Conga –por entonces verdadera fiebre-, que rápidamente enloquecieron en agitadísima hipnosis a los cientos de curiosos, desde niños a viejitos, contagiados del incendio en la zona de los pies y las caderas. Preocupado por la talla del rival, mientras tanto, la Vikinga, se había hecho llegar un tocadiscos y una carga de diversas grabaciones con la mira de suplir el oscurantismo de los músicos callejeros, como luego dijo; volvió hacia las alturas del kiosko, conectó el aparato, puso a girar un disco que sólo unos cuantos reconocieron –las danzas polovetsianas del Príncipe Igor-, se plantó en el centro de la inusitada pista y caray, entonces sí, qué manera de seguir la melodía: medio torpe el hombre de cualquier modo, pero suficientemente iniciado para que sabiondos y profanos constataran la escuela y experiencia de don Mario en el manejo de los saltos, las vuelta, las elevaciones y piruetas que los cultos ahí reunidos explicaron dando cátedra sobre pliés, retombés, relevés, developés, vendaval de francesazos venturosamente cubiertos por los gritos de fascinación y pasmo levantados en honor del bailarín del kiosco. Don Jesús Baltazar, la Chuyona, no se amilanó; al contrario, en debido acuerdo con los Mudos Vázquez, guitarreros vagos y cargados de mañas se abrió paso a grandes trancos y se hizo dueño de uno de los faroles centrales; ahí se descargó sobre doblada pierna, encendió un cigarrillo lentamente aspirado y se puso a cantar La mujer del Puerto a base de quejidos cabareteros desplantes, quiebres de cintura y voz, masticación de chicle, manejo de manos, piernas y boso que volvieron a llenarlo de porras y muestra de incondicional entrega. Como en los duelos a muerte, la gente aprendió a respetar los momentos cruciales: una vez volcados gritos, pataleos, chiflidos, vivas y aplausos emergía una dimensión (silencio-espacio) que marcaba claramente el turno del rival. Don Mario Carlos de la Vega, la Vikinga, incesante en las maniobras, sorprendió con un nuevo recurso: plantó en el tocadiscos una aria rarísima de la ópera Las Walkirias, cantada por una soprano de nombre impronunciable: don Maro se rasgó la blusa y la fenomenal coordinación de labios, gesticulación y ademanes se manifestó como un jerarca de la fonomímica que no todos los presentes aceptaron, por cierto, al notar que de don Mario no había salido un solo aliento; concretamente lo acusaron de trampa y así lo hicieron sentir con ruidos e iracundos gritos. Restablecida la tregua, la Chuyona dio también nuevo giro: se limpió el maquillaje, olvidó su sensual masticación y provocativos meneos de caderas, subió solemnemente, humildemente al kiosko, donde ya lo esperaban los Mudos afinando cuerdas y vocalizando, ante la sorpresa general, con fondo de guitarras pulsadas en las cuerdas graves y murmullo coral arreglado por el trío, Baltazar inició el recitado, espectacular y vibrante, de Los motivos del lobo, cuyos versos, a pesas de las “eses” y “erres” matizadas con cierta extravagancia, mantuvieron en deleitado silencio al auditorio, silencio que tronó y sustrajo no pocas lágrimas y pródigos reconocimientos a la fotográfica memoria de don Jesús, sin error en la kilométrica letra y a la no menos elogiable manera de sentir y proyectar su lobo, auténtica gema de histrionismo.

    La media noche llegó y el jurado calificador de los eventos cerró la ronda de participaciones. Se inició el debate entre los jueces para encontrar al ganador. Debate no muy acalorado, por cierto, pues antes de los diez minutos declararon triunfador a don Mario de la Vega, la Vikinga, frente a los oídos incrédulos, estupefactos de la mayoría de los concurrentes que daban como ganador a don Jesús Baltazar: la Chuyona, opinión elevada a título de zacapela, y de las grandes, dado el fervoroso y surtido intercambio de insultos, amenazas y severos proyectiles derivado del dictamen.

    Jueces identificados con la clase domínate (Un médico y rotario por añadidura, un expresidente municipal, dos de los dueños de la cervecería y sus respectivas consortes) dieron mucho que decir y sospechar con el veredicto. Una de las damas del jurado fue quien recibió el primer cascaronazo (en plena frente), disparo que hizo las veces de clarín de ataque. Como milicianos largamente entrenados los rijosos se alinearon en dos flancos: hacia el lado de la mesa de honor, los viquinguistas, y en sentido opuesto los desencantados fans de la Chuyona que discretamente lloraba su infortunio. Tanto se elevaron los corajes que al rato no sólo volaban inocentes cascarones sino bolas de lodo, corcholatas, naranjas agrias, cascarones rellenos de arena y peligrosas piedras. Acudieron policías y bomberos, estos últimos de formación reciente, y los cuales, aunque siempre se negó el hecho, fue ahí donde estrenaron su flamante carro pipa en criticada imitación de un filme norteamericano, en una de cuyas escenas se rechazaba a desamparada turba mediante la oprobiosa vía del agua. Censurable fue que los ilustres bomberos sólo apuntaran las mangueras contra el lado de los seguidores de Jesús Baltazar, en evidente apoyo de los viquinguistas, que rápidamente aprovecharon la ventaja para huir secos y salvos.

    Pasados unos días, los ánimos y los intereses cotidianos recobraron su medida. Se dejó de hablar del singular encuentro y cada quien volvió a sumergirse en su ración personal de perspectivas. Para don Jesús Baltazar la fama conseguida en ese carnaval fue su despegue. Ayudado por propios y por extraños, levantó modesto local, de taquería Chuyita (en honor de su señora madre, dijo), que poco tiempo después, gracias a la vocación, capacidad de trabajo, y simpatía del dueño se convirtió en el conocido y ahora elegante restaurante Las Brasas, atendido por Chata Baltazar, sobrina y heredera del recientemente finado don Jesús y casada con Ernesto Vázquez. Aquel primera voz y requinto de los Mudos, a quien todavía no hace muchos años le quedaba su chisguete y se le podían pedir, en variedades montadas por la Chata, algunas cancioncitas de las de antes.

    En cambio, las faenas coreográficas de don Mario, apoyadas tan rabiosamente por su séquito, dieron en ser cuestionadas con severidad. A modo de primera consecuencia, resulta indiscutible que las carnavaleras prácticas, una vez metidas en la fría máquina de la reflexión, fueron las razones que impidieron a don Mario obtener notaría pública que semanas antes tenía más que amarrada. Gradualmente se le fueron cerrando antiguas puertas, justo las que abrían el espacio de los privilegios, el espacio de las transacciones y las billeteras de apellido ilustre. Muy pronto el otrora respetabilísimo don Mario quedó en los límites de la orfandad. Para rematar el cuadro, su señora, una tal Carlotita Santibáñez. del Distrito Federal, se le fue el siguiente verano repentinamente indignada con el hecho de vivir soportando climas de cuarenta y tantos grados (¡ignominia-gemía-, tener que dormir en catre vil a la mitad de un patio!), se le fue, profiriendo todo género de pestes en contra del terruño (pueblo carretonero, puntualizó), y del cual, por razones y designo irrebatibles no había tenido a bien acordarse el misericordioso Dios.



Libro ganador: Crónicas de gente cercana

Luis Enrique García, ganador del Concurso del Libro Sonorense.





 

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