Oscuridad del agua
Esta lluvia quién
sabe por qué. Tanta agua repitiendo lo mismo.
José Carlos Becerra
Llovía, cosa extraña, a
fines de noviembre,
y terminamos todos empapados
del agua
que nos trajo tu ausencia.
Abrimos las ventanas.
La casa era una isla más
allá de las puertas
al iniciar el día, pero se
fue llenando
de náufragos insomnes;
cuando cayó la tarde
el velorio era a un tiempo
un murmullo y un eco:
contaban que dormías, y tu
sueño, Hermelinda
—déjame recordarlo—, me
pareció un tranquilo,
un manso transitar de agua
presentida.
estancaron el tiempo. La
noche nos pobló
de coronas luctuosas, y los
cirios, abuela,
te alumbraron el rostro;
tuve miedo, después,
al recordar aquel, tu rostro
de difunta.
Amaneció el fulgor de
un cielo confundido
por las nubes oscuras de
fines de noviembre;
¿quién durmió, me pregunto,
con el velorio a cuestas
y los llantos, los llantos,
de los que conocieron
tu sol de mediodía al romper
la mañana?
oscureció las calles donde a
veces jugábamos.
El fango de los charcos nos
manchaba las ropas;
más adentro la carne,
olvidada en sí misma,
nos repetía las lágrimas que
nunca fueron nuestras:
no éramos nosotros los que
habíamos llorado
bajo el contacto dócil de la
reciente lluvia.
durísima en el ruido de los
cánticos fúnebres
y dulce en el aroma de
blandos crisantemos.
Tu ataúd aguardaba la venia
de los ángeles,
el bosque de sus alas.
Esperamos rendidos
la bendición de un mundo que
borraba tu nombre
de tanto repetirlo. Al final
de tu viaje
—hablo del cementerio, su
pequeña capilla—
hicimos una fila para verte,
decían,
por vez definitiva; luego
vendrían los clavos,
los golpes repetidos que
cerraban tu historia
y abrían una grieta en medio
de nosotros:
¿hacia dónde tu cuerpo, tus
palabras antiguas,
esa lengua de luz bajo las
aguas mansas
del arroyo sin nombre que
atravesaba el pueblo?
enseguida los gritos, las
lentas paletadas.
Lloré al reconocer el filo
de la muerte
—esa luz repentina— en mis
ojos de niño.
Supe que no podrías jugar
aquella tarde
rodeada por tus nietos, que
ya no volverías
a soñar con nosotros:
dormías en noviembre,
debajo del temblor y el
cauce de la hierba.
Regresamos a casa con
las ropas manchadas
por el dolor y el lodo —sus
golpes de humedad—,
sintiendo cada uno un distinto
fracaso.
El silencio, Hermelinda,
reinaba en la penumbra,
en el vacío del cuarto,
donde los cirios daban
constancia de la noche, el
asombro del hueco:
nunca esa habitación
volvería a ser la misma.
Nos miramos como por vez
primera
para reconocernos. Cerramos
las ventanas,
y esperamos cansados que
vinieras del barro,
con la sonrisa aquella de
tus días luminosos,
a encender una luz que
alumbrara tu muerte.
Semblanza
Ibán de León (Río Grande, Oaxaca, 1980). Licenciado
en Letras por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM). Fue becario
del Fondo Estatal para la
Cultura y las Artes de Morelos (2004) y de la Fundación para las
Letras Mexicanas (2009-2011). Se ha desempeñado como editor y corrector de
estilo en diarios e instituciones educativas. Escribió durante dos años una
columna para la revista Conspiratio. Tiene
un libro publicado: Oscuridad del agua
(ISC, 2012). Actualmente es becario del Programa de Estímulo a la Creación y al
Desarrollo Artístico de Oaxaca (PECDA).

Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminar