LOS PERROS ROMÁNTICOS
En
aquel tiempo yo tenía veinte años
y
estaba loco.
Había
perdido un país
pero
había ganado un sueño.
Y
si tenía ese sueño
lo
demás no importaba.
Ni
trabajar ni rezar
ni
estudiar en la madrugada
junto
a los perros románticos.
Y
el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.
Una
habitación de madera,
en
penumbras,
en
uno de los pulmones del trópico.
Y
a veces me volvía dentro de mí
y
visitaba el sueño: estatua eternizada
en
pensamientos líquidos,
un
gusano blanco retorciéndose
en
el amor.
Un
amor desbocado.
Un
sueño dentro de otro sueño.
Y
la pesadilla me decía: crecerás.
Dejarás
atrás las imágenes del dolor y del laberinto
y
olvidarás.
Pero
en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.
Estoy
aquí, dije, con los perros románticos
y
aquí me voy a quedar.
AUTORRETRATO
A LOS VEINTE AÑOS
Me
dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca
hacia
dónde hubiera podido llevarme. Iba lleno de miedo,
se
me aflojó el estómago y me zumbaba la cabeza:
yo
creo que era el aire frío de los muertos.
No
sé. Me dejé ir, pensé que era una pena
acabar
tan pronto, pero por otra parte
escuché
aquella llamada misteriosa y convincente.
O
la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché
y
casi me eché a llorar: un sonido terrible,
nacido
en el aire y en el mar.
Un
escudo y una espada. Entonces,
pese
al miedo, me dejé ir, puse mi mejilla
junto
a la mejilla de la muerte.
Y
me fue imposible cerrar los ojos y no ver
aquel
espectáculo extraño, lento y extraño,
aunque
empotrado en una realidad velocísima:
miles
de muchachos como yo, lampiños
o
barbudos, pero latinoamericanos todos,
juntando
sus mejillas con la muerte.
RESURRECCIÓN
La
poesía entra en el sueño
como
un buzo en un lago.
La
poesía, más valiente que nadie,
entra
y cae
a
plomo
en
un lago infinito como Loch Ness
o
turbio e infausto como el lago Balatón.
Contempladla
desde el fondo:
un
buzo
inocente
envuelto
en las plumas
de
la voluntad.
La
poesía entra en el sueño
como
un buzo muerto
en
el ojo de Dios.
EN
LA SALA DE LECTURAS DEL INFIERNO
En
la sala de lecturas del Infierno En el club
de
aficionados a la ciencia-ficción
En
los patios escarchados En los dormitorios de tránsito
En
los caminos de hielo Cuando ya todo parece más claro
Y
cada instante es mejor y menos importante
Con
un cigarrillo en la boca y con miedo A veces
los
ojos verdes Y 26 años Un servidor
SONI
Estoy
en un bar y alguien se llama Soni
El
suelo está cubierto de ceniza Como un pájaro
como
un solo pájaro llegan dos ancianos
Arquíloco
y Anacreonte y Simónides Miserables
refugios
del Mediterráneo No preguntarme qué hago
aquí,
no recordar que he estado con una muchacha
pálida
y rica Sin embargo sólo recuerdo rubor
la
palabra vergüenza después de la palabra vacío
Soni
Soni! La tendí de espaldas y restregué
mi
pene sobre su cintura El perro ladró en la calle
abajo
había un cine y después de eyacular
pensé
«dos cines» y el vacío Arquíloco y Anacreonte
y
Simónides ciñéndose ramas de sauce El hombre
no
busca la vida, dije, la tendí de espaldas y se
lo
metí de un envión Algo crujió entre las orejas
del
perro Crac! Estamos perdidos
Sólo
falta que te enfermes, dije Y Soni
se
separó del grupo La luz de los vidrios sucios
lo
presentó como un Dios y el autor
cerró
los ojos.
ERNESTO
CARDENAL Y YO
Iba
caminando, sudado y con el pelo pegado
en
la cara
cuando
vi a Ernesto Cardenal que venía
en
dirección contraria
y
a modo de saludo le dije:
Padre,
en el Reino de los Cielos
que
es el comunismo,
¿tienen
un sitio los homosexuales?
Sí,
dijo él.
¿Y
los masturbadores impenitentes?
¿Los
esclavos del sexo?
¿Los
bromistas del sexo?
¿Los
sadomasoquistas, las putas, los fanáticos
de
los enemas,
los
que ya no pueden más, los que de verdad
ya
no pueden más?
Y
Cardenal dijo sí.
Y
yo levanté la vista
y
las nubes parecían
sonrisas
de gatos levemente rosadas
y
los árboles que pespunteaban la colina
(la
colina que hemos de subir)
agitaban
las ramas.
Los
árboles salvajes, como diciendo
algún
día, más temprano que tarde, has de venir
a
mis brazos gomosos, a mis brazos sarmentosos,
a
mis brazos fríos. Una frialdad vegetal
que
te erizará los pelos.
SANGRIENTO
DÍA DE LLUVIA
Ah,
sangriento día de lluvia
qué
haces en el alma de los desamparados,
sangriento
día de voluntad apenas entrevista:
detrás
de la cortina de juncos, en el barrizal,
con
los dedos de los pies agarrotados en el dolor
como
un animal pequeño y tembloroso:
pero
tú no eres pequeño y tus temblores son de placer,
día
revestido con las potencias de la voluntad,
aterido
y fijo en un barrizal que acaso no sea
de
este mundo, descalzo en medio del sueño que se mueve
desde
nuestros corazones hasta nuestras necesidades,
desde
la ira hasta el deseo: cortina de juncos
que
se abre y nos ensucia y nos abraza.
EL
GUSANO
Demos
gracias por nuestra pobreza, dijo el tipo vestido con harapos.
Lo
vi con este ojo: vagaba por un pueblo de casas chatas,
hechas
de cemento y ladrillos, entre México y Estados Unidos.
Demos
gracias por nuestra violencia, dijo, aunque sea estéril
como
un fantasma, aunque a nada nos conduzca,
tampoco
estos caminos conducen a ninguna parte.
Lo
vi con este ojo: gesticulaba sobre un fondo rosado
que
se resistía al negro, ah, los atardeceres de la frontera,
leídos
y perdidos para siempre.
Los
atardeceres que envolvieron al padre de Lisa
a
principios de los cincuenta.
Los
atardeceres que vieron pasar a Mario Santiago,
arriba
y abajo, aterido de frío, en el asiento trasero
del
coche de un contrabandista. Los atardeceres
del
infinito blanco y del infinito negro.
Lo
vi con este ojo: parecía un gusano con sombrero de paja
y
mirada de asesino
y
viajaba por los pueblos del norte de México
como
si anduviera perdido, desalojado de la mente,
desalojado
del sueño grande, el de todos,
y
sus palabras eran, madre mía, terroríficas.
Parecía
un gusano con sombrero de paja,
ropas
blancas
y
mirada de asesino.
Y
viajaba como un trompo
por
los pueblos del norte de México
sin
atreverse a dar el paso,
sin
decidirse
a
bajar al D.F.
Lo
vi con este ojo
ir
y venir
entre
vendedores ambulantes y borrachos,
temido,
con
el verbo desbocado por calles
de
casas de adobe.
Parecía
un gusano blanco
con
un Bali entre los labios
o
un Delicados sin filtro.
Y
viajaba de un lado a otro
de
los sueños,
tal
que un gusano de tierra,
arrastrando
su desesperación,
comiéndosela.
Un
gusano blanco con sombrero de paja
bajo
el sol del norte de México,
en
las tierras regadas con sangre y palabras mordaces
de
la frontera, la puerta del Cuerpo que vio Sam Peckinpah,
la
puerta de la Mente desalojada, el puritito
azote,
y el maldito gusano blanco allí estaba,
con
su sombrero de paja y su pitillo colgando
del
labio inferior, y tenía la misma mirada
de
asesino de siempre.
Lo
vi y le dije tengo tres bultos en la cabeza
y
la ciencia ya no puede hacer nada conmigo.
Lo
vi y le dije sáquese de mi huella so mamón,
la
poesía es más valiente que nadie,
las
tierras regadas con sangre me la pelan, la Mente desalojada
apenas
si estremece mis sentidos.
De
estas pesadillas sólo conservaré
estas
pobres casas,
estas
calles barridas por el viento
y
no su mirada de asesino.
Parecía
un gusano blanco con su sombrero de paja
y
su pistola automática debajo de la camisa
y
no paraba de hablar solo o con cualquiera
acerca
de un poblado que tenía
por
lo menos dos mil o tres mil años,
allá
por el norte, cerca de la frontera
con
los Estados Unidos,
un
lugar que todavía existía,
digamos
cuarenta casas,
dos
cantinas,
una
tienda de comestibles,
un
pueblo de vigilantes y asesinos
como
él mismo,
casas
de adobe y patios encementados
donde
los ojos no se despegaban
del
horizonte
(de
ese horizonte color carne
como
la espalda de un moribundo).
¿Y
qué esperaban que apareciera por allí?, pregunté.
El
viento y el polvo, tal vez.
Un
sueño mínimo
pero
en el que empeñaban
toda
su obstinación, toda su voluntad.
Parecía
un gusano blanco con sombrero de paja y un Delicados
colgando
del labio inferior.
Parecía
un chileno de veintidós años entrando en el Café La Habana
y
observando a una muchacha rubia
sentada
en el fondo,
en
la Mente desalojada.
Parecían
las caminatas a altas horas de la noche
de
Mario Santiago.
En
la Mente desalojada.
En
los espejos encantados.
En
el huracán del D.F.
Los
dedos cortados renacían
con
velocidad sorprendente.
Dedos
cortados,
quebrados,
esparcidos
en
el aire del D.F.
LUPE
Trabajaba
en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián
y
tenía 17 años y había perdido un hijo.
El
recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,
espacioso
y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para
vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir
un
libro de memorias apócrifas o un ramillete
de
poemas de terror. Lupe
era
delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como
los leopardos.
La
primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco
esperaba tener una erección. Lupe habló de su vida
y
de lo que para ella era la felicidad.
Al
cabo de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en
una esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada
en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo
que nos alegramos de vemos. A partir de entonces
Lupe
empezó a contarme cosas de su vida, a veces llorando,
a
veces cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando
el cielorraso tomados de la mano.
Su
hijo nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que
dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo
la promesa un mes o dos y luego tuvo que volver.
Poco
después su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era
suya por no cumplir con la Virgen.
La
Virgen se llevó al angelito por una promesa no sostenida.
Yo
no sabía qué decirle.
Me
gustaban los niños, seguro,
pero
aún faltaban muchos años para que supiera
lo
que era tener un hijo.
Así
que me quedaba callado y pensaba en lo extraño
que
resultaba el silencio de aquel hotel.
O
tenía las paredes muy gruesas o éramos los únicos ocupantes
o
los demás no abrían la boca ni para gemir.
Era
tan fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y
sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a
tu ritmo y era fácil escuchada referir
las
últimas películas de terror que había visto
en
el cine Bucareli.
Sus
piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y
hundía su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o
el latido de mi corazón.
Eso
es lo que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué,
Lupe? El corazón.
LOS
ARTILLEROS
En
este poema los artilleros están juntos.
Blancos
sus rostros, las manos
entrelazando
sus cuerpos o en los bolsillos.
Algunos
tienen los ojos cerrados o miran el suelo.
Los
otros te consideran.
Ojos
que el tiempo ha vaciado. Vuelven
hacia
ellos después de este intervalo.
El
reencuentro sólo les devuelve
la
certidumbre de su unión.
LA FRANCESA
Una mujer inteligente.
Una mujer hermosa.
Conocía todas las variantes, todas las
posibilidades.
Lectora de los aforismos de Duchamp y
de los relatos de Defoe.
En general con un auto control
envidiable,
Salvo cuando se deprimía y se
emborrachaba,
Algo que podía durar dos o tres días,
Una sucesión de burdeos y valiums
Que te ponía la carne de gallina.
Entonces solía contarte las historias
que le sucedieron
Entre los 15 y los 18.
Una película de sexo y de terror,
Cuerpos desnudos y negocios en los
límites de la ley,
Una actriz vocacional y al mismo
tiempo una chica con extraños rasgos de avaricia.
La conocí cuando acababa de cumplir
los 25,
En una época tranquila.
Supongo que tenía miedo de la vejez y
de la muerte.
La vejez para ella eran los treinta
años,
La Guerra de los Treinta Años,
Los treinta años de Cristo cuando
empezó a predicar,
Una edad como cualquier otra, le decía
mientras cenábamos
A la luz de las velas
Contemplando el discurrir del río más
literario del planeta.
Pero para nosotros el prestigio estaba
en otra parte,
En las bandas poseídas por la
lentitud, en los gestos
Exquisitamente lentos
Del desarreglo nervioso,
En las camas oscuras,
En la multiplicación geométrica de las
vitrinas vacías
Y en el hoyo de la realidad,
Nuestro absoluto,
Nuestro Voltaire,
Nuestra filosofía de dormitorio y
tocador.
Como decía, una muchacha inteligente,
Con esa rara virtud previsora
(Rara para nosotros, latinoamericanos)
Que es tan común en su patria,
En donde hasta los asesinos tienen una
cartilla de ahorros
y ella no iba a ser menos,
Una cartilla de ahorros y una foto de
Tristán Cabral,
La nostalgia de lo no vivido, .
Mientras aquel prestigioso río
arrastraba un sol moribundo
Y sobre sus mejillas rodaban lágrimas
aparentemente gratuitas.
No me quiero morir, susurraba mientras
se corría
En la perspicaz oscuridad del
dormitorio,
Y yo no sabía qué decir,
En verdad no sabía qué decir,
Salvo acariciada y sostenerla mientras
se movía
Arriba y abajo como la vida,
Arriba y abajo como las poetas de
Francia
Inocentes y castigadas,
Hasta que volvía al planeta Tierra
Y de sus labios brotaban
Pasajes de su adolescencia que de
improviso llenaban nuestra habitación
Con duplicados que lloraban en las
escaleras automáticas del metro,
Con duplicados que hacían el amor con
dos tipos a la vez
Mientras afuera caía la lluvia
Sobre las bolsas de basura y sobre las
pistolas abandonadas
En las bolsas de basura,
La lluvia que todo lo lava
Menos la memoria y la razón.
Vestidos, chaquetas de cuero, botas
italianas, lencería para volverse loco,
Para volverla loca,
Aparecían y desaparecían en nuestra
habitación fosforescente y pulsátil,
Y trazos rápidos de otras aventuras
menos íntimas
Fulguraban en sus ojos heridos como
luciérnagas.
Un amor que no iba a durar mucho
Pero que a la postre resultaría
inolvidable.
Eso dijo,
Sentada junto a la ventana,
Su rostro suspendido en el tiempo,
Sus labios: los labios de una estatua.
Un amor inolvidable
Bajo la lluvia,
Bajo ese cielo erizado de antenas en
donde convivían
Los artesonados del Siglo XVII
Con las cagadas de palomas del Siglo
XX.
Y en medio
Toda la inextinguible capacidad de
provocar dolor,
Invicta a través de los años,
Invicta a través de los amores
Inolvidables.
Eso dijo, sí.
Un amor inolvidable
Y breve,
¿Como un huracán?,
No, un amor breve como el suspiro de
una cabeza guillotinada,
La cabeza de un rey o un conde bretón,
Breve como la belleza,
La belleza absoluta,
La que contiene toda la grandeza y la
miseria del mundo
Y que sólo es visible para quienes
aman.
EL MONO EXTERIOR
¿Te acuerdas del Triunfo de Alejandro
Magno, de Gustave Moreau?
La belleza y el terror, el instante de
cristal en que se corta
la respiración. Pero tú no te
detuviste bajo esa cúpula
en penumbras, bajo esa cúpula
iluminada por los feroces
rayos de armonía. Ni se te cortó la
respiración.
Caminaste como un mono infatigable
entre los dioses
pues sabías −o tal vez no− que el
Triunfo desplegaba
sus armas bajo la caverna de Platón:
imágenes,
sombras sin sustancia, soberanía del
vacío. Tú querías
alcanzar el árbol y el pájaro, los
restos
de una pobre fiesta al aire libre, la
tierra yerma
regada con sangre, el escenario del
crimen donde pacen
las estatuas de los fotógrafos y de
los policías, y la pugnaz vida
a la intemperie. ¡Ah, la pugnaz vida a
la intemperie!
No comments:
Post a Comment