CONVERSACIÓN
ENTRE LAS RUINAS
Cruzando
el pórtico de mi elegante casa, entras majestuoso,
Con tus
salvajes furias, desordenando las guirnaldas de fruta
Y los fabulosos
laúdes y pavones, rasgando la red
De todo
el decoro que refrena el torbellino.
Ahora,
el lujoso orden de los muros se ha desmoronado; los grajos graznan
Sobre
la espantosa ruina; bajo la luz desoladora
De tu
mirada tormentosa, la magia huye volando como una bruja
Acobardada,
abandonando el castillo cuando los días reales amanecen.
Unos
pilares resquebrajados enmarcan este paisaje de rocas;
Mientras
tú te yergues heroico, con chaqueta y corbata, y yo permanezco
Sentada
tranquilamente, con una túnica griega y un moño a lo Psique
Enraizada
en tu negra mirada, la obra se vuelve trágica:
Después
de la plaga que ha asolado nuestra heredad,
¿Qué
ceremonia de palabras puede enmendar todo este estrago?
PAISAJE
INVERNAL, CON GRAJOS
El agua
del molino, conducida por un caz de piedra,
se
abisma de cabeza en ese estanque negro
donde
un único cisne, absurdo e impropio de esta época,
flota
casto como la nieve, burlándose de la mente nublada
que
ansia arrastrar al fondo su blanco reflejo.
El sol
austero, un ojo de cíclope anaranjado,
desciende
sobre el pantano, sin dignarse a seguir
mirando
este paisaje penoso; imaginándome cubierta
de
plumas negras, avanzo al acecho, como una graja
siniestra,
meditabunda, mientras cae la noche invernal.
Los
juncos del verano pasado están grabados en hielo,
como tu
imagen en mi mirada; la escarcha seca vidria
la
ventana de mi herida. ¿Qué alivio puede extraerse de una roca
para
conseguir que un corazón asolado reverdezca?
¿Quién
más se adentraría en este lugar sombrío y estéril?
PERSECUCIÓN
Dans le
fond des forêts votre image me suit.
RACINE
Una
pantera macho me ronda, me persigue:
Un día
de éstos al fin me matará.
Su
avidez ha encendido los bosques,
Su
incesante merodeo es más altivo que el sol.
Más
suave, más delicado se desliza su paso,
Avanzando,
avanzando siempre a mis espaldas.
Desde
la esquelética cicuta, los grajos graznan estrago:
La caza
ha comenzado; la trampa, funcionado.
Arañada
por las espinas, ojerosa y exhausta.
,
Atravieso
penosamente las rocas, el blanco y ardiente
Mediodía.
En la roja red de sus venas,
¿Qué
clase de fuego fluye, qué clase de sed despierta?
La
pantera, insaciable, escudriña la tierra
Condenada
por nuestro ancestral delito,
Gimiendo:
sangre, dejad que corra la sangre.
La
carne ha de saciar la herida abierta de su boca.
Afilados,
los desgarradores dientes; suave
La
quemante furia de su pelaje; sus besos agostan,
Dan
sed; cada una de sus zarpas es una zarza;
El hado
funesto consuma ese apetito.
En la estela
de este felino feroz,
Ardiendo
como antorchas para su dicha,
Carbonizadas
y destrozadas, yacen las mujeres,
Convertidas
en la carnaza de su cuerpo voraz.
Ahora
las colinas incuban, engendran una sombra
De
amenaza. La medianoche ensombrece el tórrido soto;
El
negro depredador, impulsado por el amor
A las
gráciles piernas, prosigue a mi ritmo.
Tras
los enmarañados matorrales de mis ojos
Acecha
el ágil; en la emboscada de los sueños,
Brillan
esas garras que rasgan la carne,
Y,
hambrientos, hambrientos, esos muslos recios.
Su
ardor me engatusa, prende los árboles,
Y yo
huyo corriendo con la piel en llamas.
¿Qué
bonanza, qué frescor puede envolverme
Cuando
el hierro candente de su mirada me marca?
Yo le
arrojo mi corazón para detener su avance,
Para
apagar su sed malgasto mi sangre, porque
Él lo
devora todo y, en su ansia, continúa buscando comida,
Exigiendo
un sacrificio absoluto. Su voz
Me
acecha, me embruja, me induce al trance,
El
bosque destripado se derrumba hecho cenizas;
Aterrada
por un anhelo secreto, esquivo
Corriendo
el asalto de su radiación.
Tras
entrar en la torre de mis temores,
Cierro
las puertas a esa oscura culpa,
Las
atranco, una tras otra las atranco.
Mi
pulso se acelera, la sangre retumba en mis oídos:
Las
pisadas de la pantera lamen los peldaños,
Subiendo,
subiendo las escaleras.
CAMPESINOS
1° de
mayo: llegaron dos a una braña de esta guisa:
―Un
prado repleto de margaritas‖, dijeron a la vez,
Como si
fueran uno; así que buscaron dónde tumbarse,
Saltando
la cerca de púas, cruzando entre un rebaño de vacas marrones.
―Ojalá
no haya ningún campesino beldando‖, dijo ella;
―Y que
el alba nos proteja‖, añadió él.
Junto a
un matorral de endrinos, un puñado de flores,
Tiraron
sus abrigos, se acostaron en el verde.
Abajo:
un estanque de agua quieta;
A
través: la colina de punzantes ortigas;
Luego,
a la fuerza, el ganado pastando mudo;
Encima:
nube blanca, aire blanco con hojas espectrales.
Durante
toda la tarde, estos amantes yacieron juntos
Hasta
que el sol pasó de cálido a pálido,
Y el
dulce viento cambió de aire, sopló dañino:
Las
crueles ortigas le picaron a ella en los tobillos desnudos.
Triste,
y aún más enfadado, porque la tierna piel
Hubiese
aceptado una herida tan vil,
El
pisoteó y aplastó los tallos contra la tierra
Que
había lastimado a su querida moza.
Y ahí
va ahora, por su recto y justo camino,
Decidido,
por su honor, a marcharse,
Mientras
ella se queda ardiendo, rodeada de veneno,
Aguardando
a que se le pase ese otro escozor más intenso.
HISTORIA
DE UNA BAÑERA
La
cámara oscura del ojo registra las paredes pintadas,
escuetas, mientras una luz eléctrica flagela los nervios
crómicos de las cañerías en carne viva;
semejante pobreza agrede al ego; sorprendida
desnuda en su mero cuarto actual, la extraña
persona que aparece en el espejo del lavabo
adopta una sonrisa pública, repite nuestro nombre,
aunque reflejando escrupulosamente su pánico habitual.
¿Hasta qué punto somos culpables cuando el techo
no revela ninguna grieta descifrable? ¿Cuando el lavamanos
que lo soporta no tiene otra manera santa
de invocar que la ablución física, y la toalla
niega secamente que las fieras caras de troll acechen
en sus explícitos pliegues? ¿O cuando la ventana,
cegada por el vapor, ya no deja entrar la oscuridad
que amortaja nuestras expectativas con sombras ambiguas?
Hace veinte años, la bañera familiar engendraba
un montón de augurios, pero ahora sus grifos
no originan ningún peligro; todos los cangrejos
y pulpos —forcejeando más allá del alcance de la vista,
aguardando alguna pausa accidental en el rito
para atacar de nuevo —se han ido definitivamente;
el auténtico mar los rechaza y arrancará
la fantástica carne hasta el mismísimo hueso.
Nos zambullimos; bajo el agua, nuestros miembros
fluctúan, ligeramente verdes, tiritando con un color
muy distinto al de nuestra piel. ¿Podrán nuestros sueños
borrar alguna vez las pertinaces líneas que dibuja
la forma que nos encierra? La realidad absoluta
logra introducirse incluso cuando el ojo rebelde
se cierra; la bañera existe a nuestras espaldas:
sus relucientes superficies están en blanco, son verdaderas.
Sin embargo, los ridículos costados desnudos
exigen siempre algo de ropa con la que cubrir
tal desnudez; la veracidad no debe campar a sus anchas:
el día a día nos obliga a recrear todo nuestro mundo
disfrazando el constante horror con un abrigo
de ficciones multicolores; enmascaramos nuestro pasado
con el verdor del edén, con la pretensión de que el brillante fruto
del futuro renazca a partir del ombligo de esta pérdida actual.
En esta particular bañera, dos rodillas sobresalen
como dos icebergs, mientras los diminutos pelos castaños se erizan
en los brazos y en las piernas formando un fleco de algas;
el jabón verde surca las revueltas aguas de los mares
que rompen en las playas legendarias; henchidos, pues, de fe,
embarcaremos en nuestro navío imaginario y bogaremos temerarios
entre las sagradas islas del loco, hasta que la muerte
haga añicos las fabulosas estrellas y nos vuelva reales a nosotros.
escuetas, mientras una luz eléctrica flagela los nervios
crómicos de las cañerías en carne viva;
semejante pobreza agrede al ego; sorprendida
desnuda en su mero cuarto actual, la extraña
persona que aparece en el espejo del lavabo
adopta una sonrisa pública, repite nuestro nombre,
aunque reflejando escrupulosamente su pánico habitual.
¿Hasta qué punto somos culpables cuando el techo
no revela ninguna grieta descifrable? ¿Cuando el lavamanos
que lo soporta no tiene otra manera santa
de invocar que la ablución física, y la toalla
niega secamente que las fieras caras de troll acechen
en sus explícitos pliegues? ¿O cuando la ventana,
cegada por el vapor, ya no deja entrar la oscuridad
que amortaja nuestras expectativas con sombras ambiguas?
Hace veinte años, la bañera familiar engendraba
un montón de augurios, pero ahora sus grifos
no originan ningún peligro; todos los cangrejos
y pulpos —forcejeando más allá del alcance de la vista,
aguardando alguna pausa accidental en el rito
para atacar de nuevo —se han ido definitivamente;
el auténtico mar los rechaza y arrancará
la fantástica carne hasta el mismísimo hueso.
Nos zambullimos; bajo el agua, nuestros miembros
fluctúan, ligeramente verdes, tiritando con un color
muy distinto al de nuestra piel. ¿Podrán nuestros sueños
borrar alguna vez las pertinaces líneas que dibuja
la forma que nos encierra? La realidad absoluta
logra introducirse incluso cuando el ojo rebelde
se cierra; la bañera existe a nuestras espaldas:
sus relucientes superficies están en blanco, son verdaderas.
Sin embargo, los ridículos costados desnudos
exigen siempre algo de ropa con la que cubrir
tal desnudez; la veracidad no debe campar a sus anchas:
el día a día nos obliga a recrear todo nuestro mundo
disfrazando el constante horror con un abrigo
de ficciones multicolores; enmascaramos nuestro pasado
con el verdor del edén, con la pretensión de que el brillante fruto
del futuro renazca a partir del ombligo de esta pérdida actual.
En esta particular bañera, dos rodillas sobresalen
como dos icebergs, mientras los diminutos pelos castaños se erizan
en los brazos y en las piernas formando un fleco de algas;
el jabón verde surca las revueltas aguas de los mares
que rompen en las playas legendarias; henchidos, pues, de fe,
embarcaremos en nuestro navío imaginario y bogaremos temerarios
entre las sagradas islas del loco, hasta que la muerte
haga añicos las fabulosas estrellas y nos vuelva reales a nosotros.
AMANECER EN EL SUR
De
color limón, mango, melocotón,
Estas
villas de libro de cuentos
Aún
sueñan detrás
De sus
celosías, de sus balcones
Finos
como un encaje hecho a mano
O un
boceto a pluma botánico
Alabeada
por los vientos,
Sobre
sus troncos en forma de flechas
Y sus
cortezas de piel de piña,
Una
verde medialuna de palmeras
Dispara
al cielo su ahorquillada
Pirotecnia
de ramajes.
Un alba
clara como el cuarzo,
Centímetro
a centímetro brillante,
Dora
toda nuestra avenida,
Y,
emergiendo de la azul disolución
De la
Bahía de los Ángeles,
Sale
una redonda sandía roja: el sol.
CRUZANDO EL CANAL
En la
cubierta azotada por la tormenta, las sirenas del viento maúllan;
Cada
vez que se escora, se sobresalta y se estremece, nuestro barco
De proa
redonda avanza hendiendo la furia; oscuras como la ira,
Las
olas asaltan, embisten su casco pertinaz.
Flagelados
por la espuma, aceptamos el desafío, nos aferramos
A la
barandilla, entrecerramos los ojos cara al viento preguntándonos
Un alba
clara como el cuarzo,
Centímetro
a centímetro brillante,
Dora
toda nuestra avenida,
Y,
emergiendo de la azul disolución
De la
Bahía de los Ángeles,
Sale
una redonda sandía roja: el sol.
Cuánto
más resistiremos; pero, al mirar más allá, la vista neutral
Nos
revela que, fila tras fila, los mares hambrientos avanzan.
Abajo,
destrozados por las sacudidas y las náuseas, yacen los viajeros
Vomitando
en unas escudillas color naranja brillante; un refugiado
Vestido
de negro, en posición fetal, se revuelca entre el equipaje,
Con una
mueca de dolor bajo la rígida máscara de su agonía.
Nosotros,
lejos del hedor dulzón de ese aire peligroso
Que
delata a nuestros compañeros, nos helamos
Y
maravillamos ante la indiferencia aplastante de la naturaleza:
Qué
mejor manera de poner a prueba nuestro férreo carácter
Que
afrontar estas embestidas, estas fortuitas ráfagas de hielo
Que
luchan como ángeles contra nosotros; la mera posibilidad
De
llegar a puerto atravesando este flujo estruendoso nos impulsa
A ser
valientes. Los marineros azules proclamaron que nuestra travesía
Estaría
llena de sol, gaviotas blancas y agua empapada
De
centelleos multicolores; pero, en vez de eso, las sombrías rocas
Emergieron
enseguida, balizando nuestro trayecto, mientras el cielo
Se
cuajaba de nubarrones y los acantilados calizos palidecían
Con la
repentina luz de este día infausto.
Ahora,
libres, por una extraña casualidad, del mal común
Que abate
a nuestros hermanos, adoptamos una postura
Más
burlona que heroica, encubriendo nuestro pavor
Naciente
ante esta insólita trifulca incontrolable:
La
humildad y el orgullo se derrumban; la extrema violencia
Destruye
todos los muros; las propiedades privadas se resquebrajan,
Saqueadas
ante el ojo público. Finalmente, renunciamos
A
nuestra suerte exclusiva, obligados por nuestro lazo, por nuestra sangre,
A
mantener una suerte de pacto inexpresado; quizás no sirva de nada
O aquí
esté de más el preocuparse, pero nosotros debemos hacer
Ese
gesto, inclinar y llevarnos las manos a la cabeza.
Y así
navegamos rumbo a las ciudades, las calles y las casas
De
otros seres humanos, donde las estatuas celebran actos valerosos,
Realizados
en la paz y en la guerra; todos los peligros acaban:
Las
costas verdes aparecen; reasumimos nuestros nombres, nuestro
equipaje
Cuando
el muelle pone fin a nuestra breve gesta; ninguna deuda
Sobrevive
al arribar; desembarcamos por la pasarela rodeados de extraños.
Entre los tejados color naranja
y los cañones de las chimeneas
se desliza la niebla de los pantanos,
gris como las ratas,
mientras en la rama alunarada
del sicómoro
dos grajos se encorvan negros,
brillan oscuramente,
aguardando la noche,
con su mirada de absenta
apuntada a la solitaria, rezagada
figura que pasea.
LA ENDECHA DE LA REINA
De entre la caterva y la sofistería de la corte
Surgió este gigante, os lo aseguro, ante los ojos de ella,
Con sus manos como grúas,
Su mirada feroz y negra como el grajo;
Ah, todas las ventanas estallaron cuando él entró a zancadas.
Él se encabritó en sus primorosas tierras
Y trató a sus delicadas palomas con rudeza;
En verdad no sé
Qué furia lo impulsó a matar la gacela
De la reina, que no deseaba más que hacerle bien.
Ella le regañó hablándole al oído
Hasta que él se apiadó de su llanto;
Le desnudó
Los hombros cubiertos de lujosos atavíos
Y la solazó para luego abandonarla al cantar el gallo.
Desairada, ella envió un centenar de heraldos
Convocando a todos los hombres valerosos
Cuya fuerza pudiera ajustarse
A la forma de sus sueños, de sus pensamientos,
Mas ninguno de aquellos bisoños era digno de su brillante corona.
Y así fue como ella llegó a este extraño collado
Que ahora recorre con ardor bajo el sol y la ventisca
Mientras os canta así:
―Qué triste, ay, es ver
Cómo mi gente se vuelve tan, tan pequeña.
ODA A TED
Bajo el crujido de la bota de mi hombre
brotan verdes retoños de avena;
él pone nombre a un avefría, hace que los conejos salgan
huyendo en estampida, a todo correr
hacia un seto decorado con zarzamoras;
él acecha al zorro rojo y a la astuta comadreja.
Esos montículos de marga los dejan los topos
cuando hurgan en busca de gusanos —afirma—,
los topos, que tienen la piel azul; tras coger un sílex
protuberante, laminado de yeso, él lo parte
con una piedra; los colores desollados maduran
abundantes, marrones, insólitos bajo el resplandor del sol.
Con sólo mirarlas, él fecunda las tierras liegas:
los campos roturados como con los dedos
echan tallos, hojas, frutos con corazón de esmeralda;
los granos resplandecientes, que tan raramente brotan,
él los fuerza a abrirse a su antojo temprano;
A petición de su fuerte y leal mano, los pájaros construyen.
Las palomas torcaces se posan a gusto en su soto,
incuban canciones que se acoplan al modo
en que él camina; ¡cómo no va a estar contenta
la mujer de este Adán
cuando toda la tierra, respondiendo a su llamada,
brinca de alegría, ensalzando la sangre de semejante hombre!
12 de abril de 1956
PERSPECTIVA
Entre los tejados color naranja
y los cañones de las chimeneas
se desliza la niebla de los pantanos,
gris como las ratas,
mientras en la rama alunarada
del sicómoro
dos grajos se encorvan negros,
brillan oscuramente,
aguardando la noche,
con su mirada de absenta
apuntada a la solitaria, rezagada
figura que pasea.
LA ENDECHA DE LA REINA
De entre la caterva y la sofistería de la corte
Surgió este gigante, os lo aseguro, ante los ojos de ella,
Con sus manos como grúas,
Su mirada feroz y negra como el grajo;
Ah, todas las ventanas estallaron cuando él entró a zancadas.
Él se encabritó en sus primorosas tierras
Y trató a sus delicadas palomas con rudeza;
En verdad no sé
Qué furia lo impulsó a matar la gacela
De la reina, que no deseaba más que hacerle bien.
Ella le regañó hablándole al oído
Hasta que él se apiadó de su llanto;
Le desnudó
Los hombros cubiertos de lujosos atavíos
Y la solazó para luego abandonarla al cantar el gallo.
Desairada, ella envió un centenar de heraldos
Convocando a todos los hombres valerosos
Cuya fuerza pudiera ajustarse
A la forma de sus sueños, de sus pensamientos,
Mas ninguno de aquellos bisoños era digno de su brillante corona.
Y así fue como ella llegó a este extraño collado
Que ahora recorre con ardor bajo el sol y la ventisca
Mientras os canta así:
―Qué triste, ay, es ver
Cómo mi gente se vuelve tan, tan pequeña.
ODA A TED
Bajo el crujido de la bota de mi hombre
brotan verdes retoños de avena;
él pone nombre a un avefría, hace que los conejos salgan
huyendo en estampida, a todo correr
hacia un seto decorado con zarzamoras;
él acecha al zorro rojo y a la astuta comadreja.
Esos montículos de marga los dejan los topos
cuando hurgan en busca de gusanos —afirma—,
los topos, que tienen la piel azul; tras coger un sílex
protuberante, laminado de yeso, él lo parte
con una piedra; los colores desollados maduran
abundantes, marrones, insólitos bajo el resplandor del sol.
Con sólo mirarlas, él fecunda las tierras liegas:
los campos roturados como con los dedos
echan tallos, hojas, frutos con corazón de esmeralda;
los granos resplandecientes, que tan raramente brotan,
él los fuerza a abrirse a su antojo temprano;
A petición de su fuerte y leal mano, los pájaros construyen.
Las palomas torcaces se posan a gusto en su soto,
incuban canciones que se acoplan al modo
en que él camina; ¡cómo no va a estar contenta
la mujer de este Adán
cuando toda la tierra, respondiendo a su llamada,
brinca de alegría, ensalzando la sangre de semejante hombre!
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